Cuando no es un atentado en una sede gubernamental, es la dimisión de un funcionario de gobierno, una masacre planificada con cientos de víctimas civiles o el bombardeo organizado por fuerzas leales al gobierno contra una población desvalida.
Desde hace año y medio, Siria exporta cientos de noticias diarias sobre una guerra civil que no da visos de querer desaparecer.
Dos son los frentes que protagonizan esta encarnizada batalla: los grupos rebeldes, ansiosos por sacar del poder al presidente-dictador Bashar Al-Assad; y las fuerzas militares aliadas por décadas a un poder heredado a través de alianzas familiares. “Dinastías” se les llama, y esta es la de los Al-Assad, en el poder desde 1971.
El conflicto puede parecer lejano, pero este país del Oriente Medio está en una posición geopolíticamente estratégica. Es vecino de Turquía, Irak, Israel, Líbano y Jordania, y un aliado de Irán en el pulso con Occidente.
Los ojos de las potencias occidentales están sobre este territorio de más de 185.000 kilómetros cuadrados, listos para detectar el momento más apropiado e intervenir.
Por su parte, las potencias del este, China y Rusia, miran con cautela cómo Siria se desangra mientras estudian la vía apropiada para meter mano sin generar más caos.
El detonante de este conflicto es la Primavera Árabe, que encendió la mecha de las reformas sociales en el norte de África, en enero del 2011. Ni el enviado especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para Siria, el exsecretario general de esa organización, Kofi Annan, pudo hacer algo por este país. Su plan de paz fracasó en junio.
Esta noche otras 3.000 personas –o más– dejarán Siria en busca de refugio, lo que agravará la crisis humanitaria que afecta a 1,5 millones de sirios.