Barcelona
Hace una semana, el domingo 1º de octubre, los puestos de periódicos de Barcelona amanecieron con docenas de portadas relacionadas al referéndum de autodeterminación que el gobierno local de Cataluña promocionaba desde hace un año. “Catalunya, ante la prueba del 1-O”, leía la tapa sobria de La Vanguardia , el diario más importante en la que junto con Madrid es la comunidad autónoma más rica de las 17 que conforman España.
En la revista dominical del periódico venía una entrevista con el historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de los libros Sapiens y Homo Deus.
Fiel a su dialéctica, Harari respondió preguntas acerca de la vida y la muerte con guiños a una suerte de existencialismo comedido. El universo no tiene guión, los seres humanos no tenemos un papel predeterminado y todas las historias que la gente cuenta sobre la existencia no son más que ficciones inventadas por nosotros, dijo.
“Si quiere conocer la verdad, no necesita creer en ninguna historia, no necesita entender ninguna teoría complicada y no necesita controlar, crear o juzgar nada”, declaró Harari
“Si quiere conocer la verdad, solo necesita observar directamente la realidad del momento presente. Lo que realmente está sucediendo aquí y ahora. Cualquier cosa que observe está bien. Es la realidad”.
Sus palabras son las únicas que alcancé a leer de camino al trabajo. En la ciudad vértice de este caos llamado 1-O, el alba es un momento preciso para recordar que hay una ficción explícita en estas historias; la secesionista y la unionista, la rebelde y la opresora, la independentista y la nacionalista, la inspiradora y la constitucional, la catalana y la española.
La idea me atrapa por un momento y regreso con más preguntas que respuestas. ¿Quiénes leerán esa entrevista? ¿Quiénes saldrán a votar? ¿Quiénes se quedarán en casa? ¿Quiénes saben cuáles son las consecuencias de todo esto? Pasaré el resto del día viendo la televisión y leyendo las noticias, y solo podré responder una de esas preguntas.
Nadie más leyó las palabras de Harari.
Aliens en el procés
Las neuronas se han ido desacomodando cada día más en el último mes. Esto también es cierto para los otros costarricenses con los que convivo en esta ciudad, en la que podremos ser aliens (con papeles) pero no por ello desinteresados de lo que sucede alrededor.
De todas formas, el lugar obliga a los presentes a prestar atención al movimiento independentista.
Es omnipresente.
La confusión mental no nos viene gratuita: el proceso del referéndum y todo lo que ello implica no han dejado de sorprendernos. Son realidades políticas y sociales (potenciadas en función de un aparato económico) que nos agarran muy lejos de lo que hayamos presenciado en el país que nos vio nacer y crecer. Nuestro cerebro aún no tiene filtro para lo que le muestran nuestros ojos; nunca han visto algo así.
Durante las últimas semanas, no ha habido un hecho importante o más o menos importante que no se haya sincronizado de las noticias de la prensa —o la televisión o Twitter— a las calles, los trenes, los balcones, los postes, las plazas.
Las pancartas y los carteles reclaman las noticias de apenas hace unas horas. Las manifestaciones son casi tan instantáneas como los tuits . Las conversaciones en las aceras, muchas de ellas en catalán, versan sobre poco más que el referéndum.
Nombres como Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, presidente y vicepresidente de la Generalitat (como se le conoce al gobierno catalán), y Mariano Rajoy e Íñigo Méndez de Vigo, presidente y portavoz de España, se escuchan al oído desde todos los frentes una vez que se sale a la calle. Las conversaciones al respecto suelen ser tensas y apasionadas pero con nula agresividad.
En casa, los compañeros de cuarto nos encontramos más que lo usual en las áreas comunes para comentar las últimas noticias del proceso, perplejos de cada movimiento hacia atrás o hacia adelante de alguna de las dos fuerzas que no dejan de halar la cuerda. En el balcón de al lado, los vecinos encaramaron la bandera de Cataluña y en las noches salen a fumar tabaco mientras discuten en catalán sobre la Guardia Civil y la Policía Nacional.
Costura política
Dos días antes de la votación, el conserje de nuestro edificio hablaba con un grupo de vecinos a viva voz, con gran entusiasmo.
“A mí lo que me da miedo es que haya odios y conflictos entre familias”, le dijo una vecina a Luis. “Yo ya he vivido el franquismo una vez. No quiero dos veces”, le respondió él, recordando sus primeros años de vida, cuando el catalán fue suprimido en gran parte de la vida pública en Cataluña.
Para muchos aquí, la dictadura de Franco no es solo un recuerdo, sino que sigue hasta cierto punto presente en manos de Rajoy y el Partido Popular (PP).
Los catalanes y los españoles son diferentes, pero no por ello mutuamente exclusivos, como proclaman las voces más extremistas y viralizadas de este conflicto.
Los catalanes independentistas conviven con españoles e incluso con catalanes españolistas en todo tipo de contextos. En la oficina en la que trabajo, el jefe comentaba en una reunión sobre lo imposible que es “encontrarle sentido a este sinsentido” mientras muchos de sus empleados pensaban en que querían salir a votar.
La semana del referéndum —que durante días no supimos si se iba a celebrar—, El Diario publicó un texto de la columnista Alba Muñoz en el que contaba que su abuela pasó de decirle hace dos semanas que no votara ni se manifestara, a decidir llevar la papeleta entre las tetas después de ver el desembarco de miles de policías en Barcelona para detener la votación.
“Dirán que mi abuela es masa manipulable, que se deja llevar por lo que se dice en los medios de comunicación. Yo creo que mi abuela es una ciudadana imprevisible porque refrenda su opinión con su entorno inmediato”, escribió Muñoz.
Es el más puro significado de política: la reacción instantánea al contexto. Lo que se ve en la tele y las noticias casi siempre, aquí, y especialmente ahora, es propaganda ideológica. Todos saben que Televisión Española no le dará importancia a la violencia de la policía y que Televisió de Catalunya la repetirá hasta que duela. Los dogmas se visten de saco y corbata y reciclan ideas para las cámaras. Pero la política está en la cultura, en las terrazas donde se discute sobre la constitución, en las tertulias de vecinos, en los golpes de olla todas las noches en el balcón, en punto a las 10 p. m.
La política es la activación de los diferentes ciudadanos en medio de las presiones ideológicas, culturales, sociales, económicas y familiares que los invaden. La política está en la papeleta de la abuela de Muñóz, y en la columnista misma, cuando dice:
“Le diría al gobierno estatal que puede violarme, pero que mi mente será siempre libre. Al gobierno de la Generalitat que ahora dice amarme tanto, le respondería que sé que no es verdad, que sólo me dice cosas bonitas cuando le sigo la corriente”.
Se hizo de todo y no pasó nada
El 1-O tardó en llegar.
España puso todos sus caballos de fuerza a trabajar en las últimas dos semanas, cerrando sitios web, prohibiendo la emisión de publicidad sobre el referéndum, destruyendo papeletas y acercando cada vez más su maquinaria pesada: los policías deseosos de la mínima acción para golpear y ojalá hacer sangrar. Todo esto, luego de declarar el referéndum ilegal a comienzos de setiembre, cuando comenzaron los “25 días de represión”, como les llamó el diario catalán Ara .
El sentimiento independentista catalán no nació en un mes o en el año y medio de Puigdemont como presidente. Algunos llevarán la cifra hasta hace seis siglos, incluso, cuando no se hablaba de España sino de coronas.
Los secesionistas alegan que sus razones van desde lo económico (consideran que dan más a España de lo que reciben de vuelta) hasta lo cultural (para algunos, simplemente son países diferentes). En los últimos siete años, el movimiento ha crecido al ritmo de diferentes decisiones, en especial cuando en 2010 España declaró inconstitucionales 14 artículos del Estatuto de Autonomía de Cataluña.
Aquello disparó el independentismo a niveles similares a los que se estimaban desde que se anunció la decisión, lo que llevó a varias consultas soberanistas también suprimidas por el Estado español.
En 2015, los secesionistas ganaron la mayoría en el congreso, a pesar de que se descubrieron grandes casos de corrupción catalana que involucraban a varios políticos involucrados en el movimiento. La idea de una Cataluña fuera de España sigue creciendo, más que como un plan, como un sentimiento respetable y real para quienes tan siquiera la consideran.
Para cuando llegó el 1-O, miles de catalanes tomaron la decisión de participar en un acto ilegal para los ojos del Estado del que aún forman parte, a pesar de todos los carteles en las calles que leen saludos como “Hola, República”.
Durmieron en los centros de votación, fueron agredidos por policías, les cerraron las urnas, y aún así salieron a votar. La represión policial de España solo le ayudó más a la causa catalana en materia de política internacional, aunque para muchos españoles ya era harto conocida la adicción bélica de los oficiales del Estado.
La espera para el 1-O fue larga, y aunque el propio día del referéndum pasó mucho, también pasó muy poco que pueda aliviar la angustia que depara la incertidumbre. Todas las ficciones se sacudieron ese día, revelando una realidad incómoda en la que hay amor y odio, orgullo y vergüenza, pasión y dolor, razón y estupidez.
Así, el 1-O solo dio paso a un mayor lapso de dudas y preocupaciones. Si los policías actuaron así ante la votación, por ejemplo, ¿qué podrán hacer si se declara la independencia? Si los independentistas siguen su premisa, ¿hasta qué punto pueden llegar? En un conflicto en el que se le ha cerrado la puerta al diálogo, ¿cuánta presión es suficiente?
Dentro y fuera de la ficción
El martes 3 de octubre, la Generalitat convocó a una huelga general que afectó el tráfico y el comercio de gran parte de Cataluña. Había muchas razones para salir a la calle desde antes del referéndum, y los policías pusieron el resto.
En medio de las manifestaciones, los políticos ganaban tiempo para definir sus próximos pasos. Una declaración de independencia podría ser el último botón que Rajoy necesite para atacar con toda su fuerza. Y lo contrario sería suficiente para enojar a muchos catalanes que creyeron en las promesas de Puigdemont.
Ese día, sin quererlo, nosotros los aliens nos escapamos de Barcelona con un paseo que se vio interrumpido por un cierre de la autopista saliendo de Barcelona. “Yo entiendo que estén enojados, pero cómo se les ocurre cerrar pistas”, me dijo un conductor afectado.
Luego de sobrevivir a la manifestación, continuamos nuestro rumbo de muchos kilómetros más hacia uno de los tantos tesoros naturales de España. A medio camino, nos detuvimos a almorzar al lado de la calle. Después de varios minutos de estar ahí, alguien notó que había un rótulo con señalización pública escrita en castellano, con el escudo de España en la parte superior. Nos impactó que no estuviera escrito en catalán, como suele ser el caso.
Estábamos a las puertas de Aragón, una comunidad autónoma española ubicada al oeste de Cataluña.
De no haber sido por el rótulo (y la falta de banderas) no hubiéramos notado la diferencia entre una ficción y otra.
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Nota: Este artículo fue enviado a impresión el jueves 5 de octubre, por lo que no refleja los acontecimientos que desde entonces hayan sucedido en Cataluña.
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