¡Solo tenemos una vida!, nos repitieron siempre para cargar de dramatismo lo que podría ser ligero
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Siempre tuve la seguridad de que iba a morir joven. Pero este fin de semana cumplo 33 años, “la edad de Cristo”, y empiezo a pensar que tal vez ya no me dio tiempo. Ni siquiera puedo intentar explicarlo. Era un zumbido en mi cabeza desde la adolescencia; una sensación recurrente de que no iba a tener una vida larga. Ese presentimiento ha sido uno de los combustibles en mi vida. Una premura por alcanzar metas y concretar objetivos rápido, pronto, joven. Aprender joven, trabajar joven, viajar joven, amar joven, probar joven. Live fast, die young, ¿alguien? Si hilamos fino, podríamos decir que es vivir en función del final; y que el final no llegue. Fallido el pálpito fatalista, solo me quedan los indicadores demográficos.
Según la estadística, estoy apenas en el 40% de la vida de un hombre costarricense promedio. Eso quiere decir que tengo un 60% de vida con el que no contaba. ¿Qué diablos hago con ella? “Todos los que ya tenemos cierta edad sabemos que en una vida siempre hay varias vidas”, dice la escritora española Rosa Montero. Ella, en sus sesentas, sabe algo que yo apenas vislumbro. Se refiere a nuestra capacidad para cambiar el rumbo una, dos, cinco veces en la vida. A los múltiples chances que tenemos para crear, para inventar qué es lo que queremos hacer, y ser. A la posibilidad real de asomarnos en existencias distintas; de respirar otro aire. De meter una vida dentro de otra, como las muñecas rusas. “Yo voy como por mi tercera existencia importante, sin contar las ramas colaterales de pequeñas vidillas”, bromea.
¡Solo tenemos una vida!, nos repitieron siempre para cargar de dramatismo lo que podría ser ligero. En realidad, la vida está repleta de oportunidades para convertirla en otra. Lo único constante es el cambio, dijo Heráclito, palabras más, palabras menos. Entonces ¿por qué cambiamos tan poco? Nos aferramos toda la –única– vida a las decisiones que hemos tomado en el pasado, aún y cuando hayan perdido vigencia.
Nos pasa con lo que estudiamos, con el lugar donde vivimos, con el trabajo, hasta con aquello de que “solamente una vez, amé en la vida”, como sentenciaba el bolero de Agustín Lara.
La idea de vivir “más de una vida” es apasionante. Se puede entender en grande: cambiar de país, de profesión, mudarse, emprender, casarse, ¡divorciarse! O se puede entender en pequeño: estudiar algo nuevo, renunciar a un trabajo insufrible, adoptar un deporte, pedir perdón, o cambiar un mal hábito (como dejar de pensar en cuánto tiempo queda). Así, uno se puede morir de mentirillas a los 33, o a los 45, o a los 22. Y otra vida sigue.
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