A pesar de lo que tenían pronosticado, todos terminaron trabajando allá donde la vista se pierde, flotando a diario en esa línea horizontal e infinita que divide el agua del cielo. La razón, dicen los pescadores, son muchas razones a la vez, porque si en algo coinciden, es en que la única certeza cuando se vive en la costa es que, cuando el agua llega, también se va.
Los papeles oficiales dicen que son 2.158 los que pescan en el golfo de Nicoya, la axila entre Puntarenas y Guanacaste, ahí donde se muere el Tempisque. Pero esa cifra se eleva al contar a los ayudantes y a quienes sin permiso se lanzan al agua.
Son pescadores: muchos hombres y unas pocas mujeres que trabajan sin uniforme, descalzos, con una jornada en permanente vaivén según lo determine el ritmo de las olas. Así viven: de lo que el mar les traiga o, más bien, de lo que logren sacarle a punta de redes. Esto es todo el año menos tres meses, 90 días que se llaman veda.
Veda es un período que establece cada año el Instituto Costarricense de Pesca y Acuicultura (Incopesca) para que las especies se reproduzcan y así proteger el recurso marino. Veda implica entonces que no se puede salir a pescar, que usar redes está prohibido. Es –como dice Baudilio Barrantes, un pescador de bigote fino– “quedarse en la casa regando las matas con la panga anclada en la arena”.
Este año, la veda llegó el 1.° de julio y se va hasta el 30 de setiembre. Mientras tanto, la vida en la orilla cambia un poco; no demasiado. Porque la prohibición, a fin de cuentas, está en un papel, y el papel sobre agua se deshace.
Ellos
La primera impresión es que los pescadores tienen la piel tostada, que el sol les fue haciendo un cascarón moreno y duro sobre el cuerpo. Pero después, cuando hablo con un rubio blanco y un flaco de piel lechosa, la primera impresión se vuelve tan solo una posibilidad.
Algunos llegaron a la costa hace muchos años; otros nacieron en Puntarenas o en el resto de pueblos que bordean el golfo.
“Tengo 34 años de vivir en Puntarenas; cuando llegué, trabajé seis meses en construcción y unos amigos me dijeron que por qué no iba a pescar. Yo les decía: ‘¿Cómo es eso? ¡Yo soy de San José!’”. cuenta William Carrión, de pelo blanco y cejas desafiantes, quien ahora es vicepresidente de la Asociación de Pescadores Pangueros Artesanales de Puntarenas (Asopapu).
Tirarse al mar fue nada más cuestión de tiempo. William (y el resto) aprendió a leer la luna y la marea, descubrió que en esas aguas se pescaba corvina y camarón, y supo pronto que con la pesca artesanal se trabaja hoy para comer mañana.
La dinámica para salir es simple: se alista la panga con hielo y gasolina, que les puede costar entre ¢20.000 y ¢80.000, aunque la compran exonerada de impuestos. También echan la red o algún otro instrumento de pesca. La marea les dice cuándo salir y, una vez adentro, la jornada depende de lo que dure el hielo: horas o días. Al regreso, venden lo capturado y vuelven a la casa con los hijos, la mujer y las cuentas.
“Vamos y venimos todos los días de 4 p. m. a 7 a. m. Pescamos en la noche. Yo me he ido de marea cuatro días y no he sacado ni el alisto (hielo y gasolina). Hay meses muy buenos y otros muy malos”, repite Marvin Moreno, un flaco de nariz perfilada y bigote militar.
Así pasan los días. Sin embargo, siempre son diferentes. William y Marvin no salen a pescar desde hace mes y medio por la veda. Y para hombres acostumbrados al movimiento del mar, la tierra puede ser revoltosa.
La veda
Desde 1985, el golfo de Nicoya se cierra por tres meses cada año. Es un decreto ejecutivo el que dicta las reglas del juego e Incopesca es el árbitro. Básicamente, hay dos equipos, ambos de pescadores con licencia: los que dicen sí a la veda y los que le dan la espalda.
Los que dicen sí, apagan los motores de las lanchas y se apuntan en una lista para recibir un subsidio que otorga el Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS). Les dan ¢140.000 mensuales a cambio de 30 horas de trabajo comunal. Eso sí, no pueden tener ningún otro empleo ni ingreso complementario.
“El que no quiera acoger la veda debe reportar al Departamento de Protección y tiene que pescar fuera de la zona de veda”, explica Jorge López, jefe del Departamento de extensión y capacitación de Incopesca.
En el juego también participan los pescadores sin papeles, pero esos no pueden solicitar el empujón económico del Estado.
Entre tanto jugador, las reglas se diluyen y todos hacen uso del único comodín que tienen: el instinto de supervivencia.
“La respetamos, pero tenemos que comernos las uñas”, dice Marvin y se ríe resignado. Es 6 de agosto y el IMAS no le ha depositado la plata de julio.
–¿Y cómo han hecho?
–Ahí tenemos que jugárnosla a como podamos, con el poco de ahorros, irla estirando y pellizcándola.
Al lado de Marvin, Daniel Rodríguez, un hombre empacado y grueso, cruza las manos y asiente mirando al primero, porque también está en las mismas.
“Los últimos meses de pesca fueron muy malos; entonces, he tenido que pedir plata. La ayuda la estoy esperando para pagar, aunque no me quede nada a mí”.
Y es que William tiene diez hijos; Marvin, dos; Baudilio, uno, en el colegio. Los recibos de luz y el teléfono se vencen el 15 y el agua, el 18. Daniel paga ¢75.000 en recibos y comen seis en la casa. Y todos dicen que la plata no alcanza, que no es justo y refunfuñan contra Incopesca.
Si se ponen a hacer cuentas, en estos meses el saldo es negativo. Fuera del período de veda, las ganancias de un pescador pueden ir de ¢200.000 al mes hasta ¢600.000, cuando el mar se pone generoso.
Eso explica por qué, a falta de plata, muchos se tiran al agua en este período, según dicen los mismos pescadores y el Servicio Nacional de Guardacostas (SNG).
“Esto se da por poca presencia policial. Es la razón por la que alguna gente aprovecha para irse a pescar. Al principio, muchos se abstienen de ir, pero al ver que fulano va, cada vez más gente va ingresando”, se queja Marvin desde su casa.
Si nadie los detiene, es buen negocio. “Antes de la veda, estaban pagando la corvina a ¢1.800 y ahora puede andar en ¢2.500 el kilo. El camarón estaba a ¢7.000 el kilo, y ahorita está entre ¢8.000 y ¢9.000”, detalla Marvin.
Pero si se encuentran con una patrulla, la osadía les puede salir cara porque las sanciones van desde suspensión de días de pesca o cancelación de la licencia, hasta multas de 10 a 40 salarios base, según el artículo 141 de la Ley de Pesca.
“Si usted sale con la panga ya, ¿cuál es la probabilidad de que lo agarren?”, le pregunto a William Carrión.
“Cero. Termina siendo una cuestión moral que, en el pescador, cuesta mucho que exista”, confiesa.
Para Miguel Madrigal, director del SNG, la situación es un poco diferente. “En el mes hemos metido como 1.020 horas de patrullaje. La estrategia ha sido salir al agua antes de que la gente pueda salir a pescar. Sí siguen pescando, pero en menor escala”, explica con voz grave.
Junto a los operativos en el mar, se sumaron en tierra la Fuerza Pública, Senasa, Incopesca y el Minaet.
Por miedo, Agustín Valdés, con voz de gárgara, decidió quedarse en la orilla.
“Uno oye que están pescando, pero yo no me la juego. Es arriesgar mi equipo y a mí mismo, porque lo llevan a uno a la Fiscalía y le decomisan el equipo. Ahorita prefiero quedarme aquí pintando. No es mucho ese subsidio pero de algo le sirve al que no tiene vicios. Mi doña vende vigorones en la playa, las güilas también tienen otro puestito ahí. Entre todos, nos acomodamos bien”, explica con una brocha en la mano y, acto seguido, se levanta para seguir con los trabajos comunales.
‘Popo’
Para Popo no hay veda. Es rubio, de pies anchos, y está alistando a Popotito Jota para zarpar en la tarde a pescar siete días fuera del golfo.
“¿Por qué no acogió la veda?”, le pregunto.
“Porque me sirve un poquito mejor. Esa ayuda es muy poquita, tengo un güila en el colegio y una en el kínder”, dice en seco, con palabras tropezadas.
Popotito Jota es una panga de unos cuatro metros de largo, que según Popo se defiende en altamar porque tiene nevera y techo. Ahí, él y su ayudante, van a dormir una semana, en una caseta estrecha con dos tablas de madera, una espuma (porque no es colchón) y una batería para electricidad. Ya tiene listo el hielo, el agua, la bolsa de arroz y un cepillo de dientes que cuelga de un cable en el techo.
–Nos vamos siete días porque ahora, en siete días, se pesca lo que antes pescábamos en dos.
Hace calor dentro de la caseta, hierve el Puerto y Popotito Jota se balancea sobre el agua. Hace calor y solo han pasado 15 minutos.
– ¿Le gusta pescar?
– No es que le guste a uno; es que qué le queda; sin pescar, no hacemos nada– sentencia.
Golfo seco
Costa de Pájaros queda a media hora del centro de Puntarenas. Es una calle serpenteada que bordea la costa, con casitas regadas a los lados. Es un pueblo donde el mar llega turbio y no hay bikinis en la playa.
“Señor pescador: Por favor elimine adecuadamente los desechos de pescado”, dicen rótulos como de parque nacional.
Hay unas cantinas, un minisúper, muchas iglesias. Hay una plaza y recibidoras de pescado. Hay monte sin podar, bicicletas y un olor salado y pegajoso. No hay fábricas ni comercio, aparte de la venta de pescado.
“Yo estudié mecánica de precisión, pero aquí en todo este circuito, usté no va a encontrar un taller de’sos . Entonces, diay, tengo que pescar porque tengo que mantener la familia”, dice Baudilio Barrantes, con hablar pausado y cuidadoso. Ya cruzó los 50 y tiene la piel color tierra seca.
Recuerda que sus primeros años de pesca fueron buenos. “Al principio, la gente se iba a las cantinas y no compraba una cerveza, compraban una caja. Es que era una exageración la cantidad de corvina y camarón que se pescaba”. Pero ya no.
“Lo peor es que, cuando preguntan en la escuela: ‘¿qué quieren ser cuando sean grandes?’, dicen: ‘Quiero ser pescador, como papi’. Todos dicen eso”, se ríe Daniel, a su lado.
Baudilio continúa. “Uno piensa en los hijos. Hoy, usted está pescando los últimos pescados del golfo. Y cuando su hijo vaya a pescar, no va a agarrar nada. Entonces, mejor que se busque un trabajo en tierra y así tal vez pueda vivir mejor que uno”.
El problema es que en tierra hay poco que hacer, y en el mar el recurso se agota.
El informe del resultado de la veda del 2012, elaborado por Incopesca, determinó que en la mayoría de los pueblos pesqueros se están usando artes de pesca ilegales. Esto hace que, aún después de la veda, la mayor parte de la corvina y el camarón capturados sea juvenil, hecho que afecta los ciclos de reproducción.
“No somos biólogos, pero sabemos que el recurso está bajando”, asegura Marvin.
“Yo ando como 1.000 metros de red”, confiesa Ólger, de ojos turbios.
–¿Por qué anda más red de lo permitido (el largo máximo de la red es de 500 metros)?
– Muchacha, porque usted con 500 metros, no trae pero ni pa’ pagar un galón de gasolina. Es una gran necesidad”, reprocha.
En San José, Viviana Gutiérrez, gerente de incidencia política de la organización MarViva, trata de explicarme los porqués. “Muchos de los que están dedicados a la pesca tienen una situación socioeconómica muy difícil; no hay fuentes de empleo y lo que tienen a mano, lo más fácil, es la pesca (...). Si no atendemos el tema social, lo que estamos haciendo es que todo el mundo agote el recurso. Cada vez hay menos producto pesquero e irresponsablemente manejado”, explica.
Cuando un pez cae en una red, abre la boca y nada; nada con la red entre la cara, empuja y forcejea. Al lado, otros peces hacen lo mismo, mueven cola y aleta para salir. Batallan solos y se raspan los cuerpos. La vida de los pescadores es algo así: cada quien lucha por su lado para mantenerse a flote.
Tempestad
Hace 16 años, un día estaba haciendo mucho viento y nadie salía a pescar. Ese día, Daniel dijo que no salir era “una mariconada” y se montó con dos hijos pequeños en la panga. Por la isla San Lucas, el mar era un campo de suspiros blancos y la lancha se elevaba. Con la panga en vertical, Daniel le decía a los hijos que se subieran a la punta, pero estos caían por el motor. Fue el día en que Daniel le dijo a Dios que no volvería al mar, mientras lloraba porque se le ahogaban los hijos. Entonces, se calmó el viento y Daniel llegó a la orilla y se fue a volar machete lejos del mar, por cinco años. Hace un decenio, este hombre volvió a Costa de Pájaros.
Las palabras de Agustín, otro pescador, son sabias: “La muerte está en todo lado, pero en el mar uno se juega el pellejo”.
La vida que sigue
Marvin tiene su lancha sin motor parqueada en la arena. Le saca el agua empozada para prevenir el dengue. En la playa, un hombre teje una red larga, con cuidado y técnica. Otros limpian calles, pintan o recogen basura para cumplir con las horas del trabajo comunal.
Pero todos ellos tienen muy claro que esto es temporal, aunque no niegan que los tres meses pasan lentos.
El 1.° de octubre se acaba la espera y los pescadores podrán salir al agua, regresar a su rutina poco estructurada, a pescar nadie sabe cuánto, si con tormenta o sin viento.
Y aunque ellos lo miran de frente todos los días y creen poder descifrar sus misterios, del mar nadie sabe mucho. En español, la palabra “mar” es de género ambiguo: el mar, la mar. Tiene sentido porque puede ser tosco y fuerte o bien dócil y suave; ser letal, amargo o generoso. A fin de cuentas, puede ser hombre, mujer, puede ser muchas cosas, tantas cosas, todas las cosas, menos una: el mar, la mar, nunca será tierra firme.