Hasta donde recuerdo, el lunes siete fue el primer día en varios meses en que el cielo estuvo muy celeste; sin una sola nube. El día anterior se llevaron a cabo en Nicaragua las elecciones presidenciales donde resultó electo Daniel Ortega.
A las 8 a. m. había poca gente en el parque de La Merced, en San José. Tampoco había ambiente electoral. Un indigente dormía sin camisa en una banca. Con las horas el calor se hizo infernal. Temprano caminaban quienes iban hacia el trabajo con lonchera en mano. O quienes salieron de trabajar de algún horario nocturno con lonchera vacía en mano y faldas afuera. También estaban quienes no tienen trabajo.
Para nosotros, los ticos, el parque puede resultar un espacio ajeno al cual no pertenecemos. Pero no hay mucha diferencia una vez que se conversa y se comparan necesidad básicas. Todos necesitamos comer.
Ortega obtuvo el 72,5% de los votos; un dato que en teoría debería importarle a los 288.000 nicaragüenses que viven en nuestro país —de acuerdo con el Censo 2011, y el cual no ha sido actualizado desde entonces—, pero no es así. No del todo.
"Nicaragua le da zinc a los ricos, no a los pobres. Sí, el gobierno manda camiones llenos de zinc, pero no le presta atención a cuales manos llega. Ese es el problema", me dice Azucena Matus de 39 años, ese lunes.
Azucena vende espejos a ¢1.000 en el parque. Tiene una hija de 25 años quien despertó hace algunos meses con la retina desprendida en ambos ojos, y "así no puede cuidar de sus dos hijas".
Mientras converso con Azucena, una señora sentada al lado, quien no me quiso dar su nombre, me grita: "Todos los presidentes de Centroamérica comen del mismo plato".
La señora, ya mayor, muy canosa y arrugada, vestía un sombrero de lana y comía algo que yo nunca había visto.
Luego se levantó y se fue. Al lado de Azucena estaba Araceli Salgado.
También trabaja en el parque, excepto por los días que llegan los oficiales de la Municipalidad de San José, y entonces le toca correr.
Araceli vende tres pares de medias en ¢1.000.
Trabaja de seis de la mañana hasta las cinco de la tarde, y alquila un cuarto en La Carpio que le cuesta ¢45.000 el mes.
"Por día a veces me sobran ¢5.000. Digamos que solo para mí". El resto del dinero Araceli lo invierte. "Si algo sabemos hacer los nicas es ahorrar. De a poquitos. A veces le ponés ¢ 2.000, o ¢1.000. Lo que sea. Pero ahí vas, y cuando te das cuenta le podes mandar a la familia en Nicaragua ¢60.000 pesos".
"Enchiladas, vigorón, fresco a ¢500. Chancho con yuca". Es lo que se escucha a toda hora. También hay un hombre recitando la Biblia, pero este, por alguna razón no molesta. Habla con poco volumen, sereno. Dice algo sobre la bestia, y como esta ya está aquí.
"La bestia, el enemigo, el diablo".
De Ortega ninguna de las dos mujeres tienen mucho que decir.
"Él esta allá, comiendo con los ricos, viajando. Nosotras estamos aquí. Nadie vela por nuestro bien. Tenemos que trabajar. Qué hacemos con ir a votar. Eso no cambia nada. Eso no le va a curar los ojos a mi niña".
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Con las horas el parque se llena más. La mayoría de personas se acercan para comer vigorón, y unos platanitos con repollo dentro. Se sientan a comer y a mirar. Se multiplican con facilidad.
También hay una sesión fotográfica pasando detrás de una palmera. Y un niño pequeño y gordo corriendo detrás de una bola de plástico dorada. Sentados en el suelo están dos hombres canosos. Trabajan en construcción. No me quieren dar su nombre ni apellidos.
Ambos tiene más de 20 años de no visitar Nicaragua.
"No puedo votar, y aun que pudiera no lo haría. Para qué. Aquí al menos podemos conseguir nuestros frijoles, y arroz. El de arriba sabe que sí", dice el que parece más joven, y tiene ojos color almendra, mientras se besa un dedo y luego lo menea apuntando hacia el cielo.
El ambiente no parece estar nada relacionado a las elecciones. Todo sigue como debe ser cualquier otro día estar en el parque.
Sentado afuera en una banca, mirando hacia la iglesia —la están arreglando y tiene dentro una fina exposición de fotografías donde se muestra lo que está dañado en la infraestructura— está Cesar Augusto Figueroa, de Granada.
Augusto sabe mucho, y le preocupa poco. Piensa que todo lo que el gobierno de Ortega realizara será en beneficio para futuras generaciones, y esto le provoca una extraña calma.
"La refinería, el canal, todas esas infraestructuras serán para mejorar el país".
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Las horas pasan. Todavía no sucedía nada remotamente relacionado con las elecciones. El indigente ya se vistió con una camisa que dice Make a wis . Una niña le pedía a su papa que por favor la dejara barrer un charco, y otra le pedía a su mamá que le contara sobre el día en que nació en Nicaragua. Y muchos otros continuaban comprando "chancho con yuca".
Como a las cinco de la tarde, por fin, escuché algunos gritos patrióticos. Un hombre vestido con pantalón militar, y sombrero discutía algo. Cuando me acerqué escuché que hablaba sobre el sandinismo.
Rafael López, soldador, viajó a Nicaragua el domingo junto a otros 35 "sandinistas" a votar.
"En el camino convencí a otros tres para que votaran por Ortega".
López conversaba con su amigo Trinidad Torres.
Desde mi trinchera, trataba de seguir el hilo de esa conversación, pero me era imposible. Lanzaban datos históricos, cifras, fechas, nombres, muertes, asesinatos. La charla se convirtió en una clase magistral de historia sobre héroes anónimos nicaragüenses.
"Nosotros queremos volver a Nicaragua. Esa es la fe. ¿ A usted qué la hace feliz? Estar con su familia. Bueno, eso es lo que todos también queremos", me afirmó López.
Oscureció muy rápido, y Araceli ya se iba. Cuando regresé a ella, se acercó para decirme algo.
"Sabe que es lo peor del zinc, que cuando le pega la luz, nos enceguece".