Hace unos años me tocó viajar de pie en un bus en la ciudad de San Francisco. Sentados a un lado viajaba una pareja de chavalos tomados de la mano; la cabeza de uno recostada sobre el hombro del otro. Serían las 11 de la mañana.
Al otro lado del pasillo, un señor mayor se notaba visiblemente incómodo por la escena (que no era tal), y aún más –presumí, observando– por la imposibilidad de externarlo. Se acomodaba en el asiento, tragaba duro, enjachaba. Desde mi posición privilegiada podía estudiar al resto de los pasajeros. Todos actuaban con esperable normalidad, como si quien viajara ahí sentada fuera una señora leyendo Cosmopolitan , un muchacho chateando en su teléfono, o un mae y su novia comiendo gomitas.
“Esto es la normalización”, pensé esa vez. Ese estadío de consenso social en el que, lo censurable es cualquier forma de discriminación, y no cualquier forma de afecto.
Hace dos semanas, la noticia del fallo de la Suprema Corte de EEUU, que garantiza el acceso al matrimonio a las parejas no heterosexuales, me sorprendió en la ciudad de Chicago, ya deporsí teñida de arcoiris en víspera del Gay Pride. En medio del jolgorio, mi amigo Óscar y yo decidimos hacer una broma en Facebook: ya que estamos aquí, ¡digamos que nos casamos! El post explotó en mi perfil personal, y en solo unos minutos estaba claro que, lo que para nosotros había sido una obvia joda, no parecía tal para mucha gente. Más de 200 likes, decenas de comentarios, 15 mensajes directos: todos repletos de sorpresa, felicitaciones, y buenos deseos.
“¡Esto debe ser la normalización!”, pensamos, pero luego vino la duda: ¿Será? ¿Sería así para la mayoría de la gente, si decidieran dar ese paso hoy por hoy en nuestro país? Estoy seguro que no; que la boda de ensueño y la vida posterior en condiciones relativamente “normales”, más que una broma, sigue siendo poco más que una ilusión.
El derecho al matrimonio no solo no es el final de la causa para acabar con la discriminación por motivo de la orientación sexual, ¡es apenas el principio! Le sigue la normalización en la cotidianidad. En el trabajo, en el colegio, en la familia, en los medios, en el bus. Si bien se han conseguido aquí avances notables en esa dirección, ningún esfuerzo de visibilización, concientización y educación, será poco.
Pero se empieza por alguna parte. La solidez del fallo de la Corte estadounidense siembra un precedente poderoso: si las constituciones de las democracias modernas consagran y tutelan la igualdad de los ciudadanos ante la ley, los ciudadanos no podemos aspirar a menos que eso: absoluta, contundente, y legítima igualdad.
Entonces, ¿No habremos sido aquí más maricones de la cuenta (nunca mejor dicho) en la excesiva sutileza con la que hemos exigido lo que a la luz del derecho, es justo? ¿Por qué aceptamos que se inventen términos y eufemismos para llamarle distinto a lo que debería ser igual?
Esto sí que es normalización, y empieza por la ley: ciudadanos iguales, derechos iguales. ¿Sociedades de convivencia? ¿Unión civil? ¡No! Matrimonio igualitario ya. ¡Igualitico!