Imaginemos un tiempo, una realidad paralela, en la que decir “mala noticia”, es redundar. No me refiero a las noticias grandes, a las de la tele, ni mucho menos a las de los pasquines. Hablo de las nuestras, las del día a día; porque de ahí también erradicamos las buenas noticias.
Los angloparlantes dicen “
En el cuento maniqueo aquel de “en las buenas y en las malas”, ya hubo una ganadora. Pero es urgente reivindicar la amistad, la compañía y la solidaridad también durante “las buenas”. Compartir la dicha. La tarea no es fácil porque al parecer ya lo hemos ordenado todo en torno al protagonismo de la tragedia. Baste pensar que el momento de nuestra vida en que estaremos más acompañados por personas queridas, será también el momento más triste imaginable. Y lo aceptamos conformes.
Mientras las noticias de infortunios corren como relámpagos, a la felicidad, al éxito, los detiene el pudor, la falsa modestia, la incomodidad. Parece que a muchos la desdicha les genera empatía y compasión; mientras la felicidad estorba. Es que “la felicidad es un maestro rudo, especialmente la felicidad ajena”, decía Mustapha Mond,
El mundo real no parece mucho más feliz. En el 2010, un ambicioso estudio liderado por la Universidad de Warwick (Inglaterra) y el Hamilton College (Nueva York), encontró una correlación entre la sensación de felicidad y satisfacción en varios países y ciudades, y las altas tasas de suicidio. El hallazgo es escandalizante. “La paradoja de los suicidios en lugares felices” concluyó que un entorno de felicidad puede hacer que una persona insatisfecha se sienta más miserable. O bien: “Que aquellos desdichados que se hallan rodeados por personas infelices quizá no se sientan tan mal”, explica el economista Stephen Wu, del Hamilton College, citado por la agencia AP.
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Que cualquier parecido con la realidad, entonces, no sea más que una muy poco feliz coincidencia.