En algún lugar de mi habitación hay una servilleta arrugada, con trazos de tinta negra. El 20 de octubre del 2014, don Félix Arburola hizo esos trazos mientras yo lo entrevistaba para la desaparecida revista Su Casa en un restaurante de San José.
Conversábamos sobre Musa vegetal, una de las últimas colecciones realizadas por el artista costarricense. "No tengo un argumento, no tengo un planteamiento creativo. Son apenas impulsos viscerales y emocionales. Es poesía gráfica", me dijo entonces sobre su obra; durante hora y media de plática, Félix nunca dejó de dibujar.
Así fue su vida: una constante de trazos, bocetos, colores y formas. De creatividad. De poesía gráfica.
Mientras el corazón de Félix Arburola latió, su mano nunca se quedó quieta. A los siete años ilustraba sus cuadernos escolares; a los 15, ingresó a la Casa del Artista. Más tarde matriculó cursos en la Universidad de Costa Rica. La vida, sin embargo, se encargó de confirmarle lo que ya intuía: que la suya no era una vida para las aulas.
"Un maestro intuitivo, un aprendiz perpetuo", le llamó Daniella Fernández en un artículo publicado en Su Casa.
Así fue Firi, como le llamaban los suyos desde siempre. Hizo folletos educativos en la Caja Costarricense del Seguro Social, ilustró para la revista Tricolor, laboró en varias agencias publicitarias y también en editoriales, tanto privadas como públicas.
Tal vez su trabajo más memorable fue el de director artístico de la revista Tambor, donde creó la icónica mascota homónima de la publicación, así como Lapicillo, su colega de aventuras.
Al tiempo que daba forma a una obra ejemplar y cimentaba un legado inmortal, Félix tuvo tiempo para gestar un clan de artistas: sus hijos Sebastián, Ariel y Félix Jr., y su hija Moy son testimonio vivo del ímpetu y la eterna jovialidad de su padre.
Félix Arburola partió dejando tras de sí la certeza de que las mejores obras son como la vida: quedan inconclusas porque lo mejor siempre está por venir.
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