Decir adiós a este lugar no es fácil. Aquí donde pasamos los últimos cinco años. Ahora que llega el final del ciclo, decir adiós es la cosa más difícil del mundo. Es como seguir por la vida con un dolor fantasma: la certeza de que esta época no volverá jamás. Decir adiós es ser nostalgia, es ser melancolía. Ya lo cantaba Cerati: decir adiós es crecer.
Julián Torres Martínez decidió que cerrar un ciclo –uno importante, su paso por la secundaria– no iba a ser solamente pesar para él. Decidió que quería dejar algo a ese sitio, ese hogar temporal y fábrica de ilusiones por el que no sentía más que gratitud: su colegio.
Todo comenzó antes del comienzo, cuando todavía estaba en cuarto año. Alguna vez llevó su cámara fotográfica –análoga, no digital; con rollo, no una tarjeta de memoria– y capturó algunas imágenes que le gustaron.
La idea de tomar fotos de su vivencia colegial dio vueltas en su cabeza durante los meses de vacaciones y, cuando llegó el día de comenzar su último año en el Liceo de Paraíso, en Cartago, se permitió soltarle la rienda a ese chispazo inicial.
Clic aquí, clic allá. Julián iba casi todos los días con la cámara en mano, capturando lo que encontraba. Poco a poco construyó un catálogo de imágenes que fijaban la esencia de su paso por quinto año de colegio. “Lo que me importaba era retratar la cotidianidad; buscaba momentos importantes, pero sin forzarlos: yo nada más dejaba que sucedieran”, recuerda.
Lleva 18 años sobre sus hombros, estudiante de primer ingreso en la Universidad Nacional, novato en la carrera de Arte y Comunicación Visual. Realizó Quinto , su proyecto fotográfico, cuando todavía ni siquiera tenía edad legal para votar. Julián es un novel experto en la nostalgia.
Cápsula del tiempo
En el 2011, Torres tenía 14 años y descubrió su interés en la fotografía. Un amigo suyo publicó una imagen en Facebook, llena de colores que nunca antes había notado. Aquella vista se robó su atención y, hasta ahora, no se la ha devuelto. Julián preguntó a su amigo cómo lo había logrado. Este le comentó sobre su cámara, una Holga, particular marca de cámaras de formato medio conocidas por su baja fidelidad y su estética plástica.
“Busqué una en Internet y me sorprendió lo accesible que era el precio”, dice el muchacho. Más tarde, un tío que visitaba el país le dijo que tenía una cámara sin usar en la casa de sus abuelos. La buscaron, la encontraron, la limpiaron y, desde entonces, Julián no paró nunca de tomar fotografías.
Sus conocimientos son, casi en su totalidad, empíricos: ha mejorado su oficio a punta de prueba y error a lo largo de los años. Alguna vez llevó un curso con el fotógrafo cartaginés Adrián Luna; sin embargo, lo suyo se debe más a la práctica, a tutoriales en línea, a puras ganas de construir algo propio.
Como las imágenes que componen su proyecto Quinto , las fotografías que captura son todas con cámara análoga: ni siquiera tiene un aparato digital.
En cualquier caso, no cambiaría la película por otro formato. “Me encanta la gama de colores que ofrece, la granulación, ciertos tonos de luz”, confiesa.
Hay algo más: la sensación de esperar mientras un rollo es revelado y la satisfacción de recibir las fotografías en toda su gloria; pequeños manjares que la era de la hipercomunicación y de los teléfonos inteligentes casi ha hecho desaparecer.
“Con la fotografía análoga, cada imagen cuenta”, reflexiona Torres. “Pero, al mismo tiempo, cuando estaba haciendo Quinto , tenía que ser rápido para lograr capturar cada momento en su estado natural”.
Considera Julián que la fotografía le permite revivir momentos particulares, no solo de forma visual: también captura aromas, sabores, temperaturas, sensaciones. Es un festín para los sentidos.
Esto fue particularmente importante mientras realizaba Quinto : cada imagen es un pasaporte a una época que se fue con el calendario.
Dice Julián: “El proyecto me obligó a prestar más atención a los detalles. Tomar fotos obliga a estar en la cotidianidad sin perderse en ella”.
Esta semana, Julián decidió convertir su proyecto –que comenzó sin forma alguna y luego mutó en una exposición albergada por el propio Liceo de Paraíso– en una galería digital, testimonio de su vivencia al final de sus años colegiales, ahora en línea, donde cualquiera puede verlo y reflejarse en él.
Todos los elementos están ahí: el viaje en bus, el receso, los exámenes de bachillerato, el baile de graduación. Trasnochadas de estudio, fiestas con los amigos y entrega de promedios.
Lo sublime, lo rutinario, lo cotidiano. Cada escena, parte de un gran paisaje de nostalgia, un relato sobre los recuerdos.
Dice Julián que su fotografía favorita es la que muestra a su profesor de Estudios Sociales, Rodolfo Pacheco, marchándose del recinto con un maletín en su mano. “Al principio, cuando yo solo era un muchachillo rebelde, me llevaba mal con el profe. Luego, con el tiempo, nos comenzamos a llevar mejor. Esa foto me parece la más representativa de todo mi proyecto, de mi paso por el cole: es una etapa de la vida diciendo adiós”.