Están ampliando la casa. Todo está lleno de tierra, argamasa, pedazos de madera, clavos, botes de pintura. Sucio, muy sucio.
Tengo seis años y a veces llego a curiosear por esos andurriales. Es hora de almuerzo. Serán cinco, quizás seis trabajadores. Instalan las bases (el “planché”) del que luego será el cuarto de mis papás. En el suelo de tierra, hay un hueco donde los obreros tiran sus chingas de cigarro.
Uno de los rufianes está sentado, recostado a una de las paredes. Es de tez oscura. Café más que negra. Delgadillo. Muy achinado. Viste una camiseta y una gorrilla blanca. Tiene una mirada de patán, de zafio como nunca he visto otra. Chusma en su más prístina forma. Su inmundicia no solo es física (siendo un niño, poco podía ofenderme la suciedad de su atuendo). Es el gesto, el vocabulario, su mirada y sobre todo su silencio preñado de significación.
Para deleite de sus igualmente perversos compañeros, me interpela: “Carajillo: ¿qué edad tiene su mamá?” No dije palabra. “¿Qué edad tiene su mamá?” Nuevo silencio. “Muy rica su mamá, muy rica…” Reaccioné desde el fondo del instinto. Me dirigí a una bolsa llena de desechos comestibles y empecé a bombardear a mi interlocutor. Cáscaras de naranja con algo de pulpa en ellas, pieles de banano y las sólidas cortezas de las sandías transformadas en misiles. Asesté algunos. El tipejo se tapó la cara con la gorra: “Suave suave, carajillo, si no es para tanto, párela ya, párela ya…” Pero yo seguí arreciando hasta que no quedó en la bolsa una naranja, jocote, sandía, pejibaye o proyectil digno de ser usado. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Como me preparaba ya a cambiar las cáscaras por piedras y terrones, uno de los trabajadores me tomó por el brazo, sin violencia alguna, y me condujo fuera del cuarto. A mis espaldas oía los reproches que le hacían al chino: “Ve mae, por su culpa, sabrá Dios qué le va a decir este carajillo al tata y se nos va a armar una bronca; se te fue la mano, mae, se te fue la mano”.
Nunca me atreví a decirle a mamá lo que aquella tarde había escuchado. Tampoco a papá. Tenía seis años de edad, y aunque ambos me vieron llorar, no encontré manera de formularles la razón de mi rabia. La sonrisa ladina y salaz de aquel mísero cavador, chorreador y pegador de tablas, esa no la olvido. Como si la estuviera viendo ahora mismo.
La agresión a la mujer… ahí sigue, ahí sigue. Hemos progresado (negarlo sería ignorar el trabajo de los miles de mujeres que han luchado por esta causa) pero aún estamos lejos de la cultura del respeto que nos hemos propuesto por meta. Y sí: el hombre, cuando actúa “en rebaño”, adquiere una ferocidad de la que rara vez es capaz cuando opera individualmente. Como los lobos y las hienas. ¿Qué mujer no prefiere pasarse de acera antes que caminar frente a una construcción? ¡Todos sabemos la sinfonía de lindezas a que se expone! Y cuando la mujer va acompañada de sus hijos, la depredación recae también sobre ellos: es una herida que sangra para siempre: créanme. La agresión es, en este caso, dirigida contra todo el núcleo familiar. Dejo mi testimonio.