Estimado coronel:
Espero fervientemente que se encuentre muy bien de salud. Disculpe por no haberle escrito antes, pero nunca supe cómo ni por dónde. Me apena cada uno de sus viernes, camino abajo, esperanza escasa pero valiosa como un puñado de maíz, rumbo a la oficina de correo, donde jamás llegó la correspondencia con su merecida pensión de guerra. Me habría gustado hacerle algunas confesiones, aunque con temor de que una carta –otra carta– le causara una vana ilusión seguida de gran un desaire.
Usted es más que un personaje de García Márquez. Es “el personaje”. Es el mío, al menos, por más que Gabo haya fantaseado un pueblo entero, novelas, obras teatrales, cuentos, más de 50 libros y un millón de relatos reales o mágicos. Por cierto, ¿alguna vez le hablaron del realismo mágico?
Bueno, no importa. Usted, curiosamente, no tiene nada de eso: es tan real como la olla hirviendo de piedras –que los vecinos no se enteren: ya no hay nada qué comer–; tan real como el gallo fino que le dejó su asesinado hijo o como el sonido del tarro de café cuando se raspa la costra con una cuchara.
Personajes célebres le sobran a un Nobel de Literatura como él: la mujer aquella de “Solo vine a llamar por teléfono”: resulta que su auto sufre un desperfecto, y ella, en busca de socorro, ingresa a un manicomio del que, dada por loca, nunca saldrá. Está en Doce cuentos peregrinos , libro del que me confieso devoto, quizá por haberlo comprado con mi primer salario. Admiro también a la novicia y el sacerdote en Del amor y otros demonios, al náufrago del relato, al asesinado en Crónica de una muerte anunciada , al familión de los Buendía, con todas sus generaciones en Cien años de soledad ... Ni para qué le hablo de eso si a usted soledad es lo que le sobra.
¿Le confieso algo? Nunca leí esa novela. Sigue ahí, en un estante, emplasticada. Tengo el descaro de decir que Gabo fue mi escritor favorito durante algunas temporadas sin haber leído la que dicen que es su obra maestra, traducida al alemán, al inglés, al polaco, al serbio, al croata, al italiano, al húngaro, al francés, al esloveno, al catalán, al checo, al chino, al danés..., hasta al wayuunaiki (un dialecto indígena). Quizá la lea en el 2017 –no estaría mal–, cuando se cumplan los 50 años de su publicación.
Se lo cuento porque le tengo confianza, porque –casi diría– es usted como el abuelo que me habría gustado tener. Además, un día, mi padre me dijo: “Pocos entienden como yo el final de esa novela”.
Se refería a El coronel no tiene quién le escriba y a un gallo como última esperanza. Él lo entiende, coronel. Entonces yo estaba apenas en el colegio y el final me parecía fantástico por irreverente, capaz de dejar boquiabiertas a las más pulcras compañeras, cuando –entre ira, desesperación y hambres– su esposa lo toma del cuello: Si el gallo pierde, ¿qué vamos a comer? Dicen que usted, coronel, necesitó los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto, para llegar a ese instante sintiéndose “puro, explícito, invencible, en el momento de responder”:
–Mierda.
Por cierto, coronel, tengo algo que decirle: falleció Gabo.
Sí..., mierda.
Usted nunca se muera.