Aprendamos, en el trajín de nuestros días, a meter primera
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Los sábados en la feria del agricultor son uno de los recuerdos más queridos de mi infancia. Los atesoro en el corazón justo al lado del sabor perdido de las frambuesas inmensas, de un rojo violento, que don Chepe me obsequiaba sonriente mientras trataba de cortejar a mi abuela viuda. Una canasta repleta de delicias nos acompañaba de vuelta a la casa en el bus de las 6:15. Yo iba cansada y somnolienta, porque abuelita me había despertado a la fuerza, pero mi bolsa de frambuesas brillaba en el regazo a la luz tenue de la mañana y ese era, en aquel tiempo, el color de la felicidad.
Casi todos los nietos de doña Lía conocimos de primera mano sus eras de rabanitos, lechugas y zanahorias. Sus intrincados diseños construidos con ramitas del palo de naranja por los que subían y se enredaban las hermosas matas de cubaces repletas de vainas. Pelamos frijoles en su regazo, aprendimos a moler el maíz en la máquina, la acompañamos a la feria del agricultor los sábados en la madrugada. Hay un amor oculto en el caldo de los frijoles que una misma recogió de la mata. Un hermoso misterio en el aguacate al que ya le pusimos el ojo y cuelga, como una gota verde y brillante, de la rama alta del palo. Un cariño inmenso en las manos que trabajan la tierra y la chinean para darnos un rollo de culantro, o un racimo apretado de tomatitos enanos.
Hubo unas vacaciones de verano en las que mi papá nos hizo levantar el patio de la casa con paladas tímidas. Yo tenía apenas ocho años y aquello fue, inicialmente, un juego con mi hermano. Pero luego vinieron las eras de frijol y de elote. Las matas de tiquizque, ñampí y camote anaranjado y dulce. El culantro coyote que crecía por todas partes como mala hierba. La mata de orégano que llegó a ser más alta que nosotros… Ya adulta, en las filas de la feria de Zapote, he regresado al aroma de la casa de mis padres metiendo las manos en lo profundo de los sacos de frijoles tiernos. Cierro los ojos y tengo ocho años de nuevo.
Soy visitante frecuente de la feria del agricultor. Hablo con orgullo de las naranjas de Luis Alonso, como si las hubiera sembrado yo. Amo caminar por el laberinto de colores y escuchar mi nombre en la boca de Puma, de Caco o de don Fran. Saludo aunque no compre, porque en realidad voy a otra cosa: a cerciorarme de que mis amigos están bien. A ver cómo salió una cirugía, cómo le fue al machillo en sus exámenes de sexto. A mirar a los ojos a la gente que me sembró la comida con cariño, como lo hacían mi papá y mi abuela años atrás.
Ese recuerdo, que espero regalarle a mis hijos, se lo quiero obsequiar también a usted que me lee hoy domingo: aprendamos, en el trajín de nuestros días, a meter primera. Que la conveniencia del super, las carreras cotidianas y los horarios laborales de fin de semana no nos roben aquello sobre lo que se construyó nuestra historia: un surco recién aporcado, con hijitos que se asoman fulgurantes, anuncio de que todo pasa, pero la tierra que nos alimenta permanece. Cuidemos ese legado para que los que vienen detrás lo puedan mirar en vivo y sepan desde pequeños que los palmitos son el corazón de una planta y no unos tuquillos avinagrados que crecen en frascos de vidrio en los estantes del supermercado.
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