Comencé en La Nación como periodista practicante en 1963, y no bien entré, me inauguraron con un texto de filosofía pura que había que editar en minutos para la sección de Opinión. ¡Me jodieron!
A mis 18 añitos, no tenía ni la menor idea de cómo entrarle a aquella pieza académica sobre Epicuro sin cometer sacrilegio contra sus postulados sobre la felicidad humana a partir del placer liberador, el recogimiento y la serenidad del espíritu.
Así, mocoso imberbe como era, y queriendo zafarle el lomo al inmaculado ensayo, le dije a mi jefe, Carlos Vargas Gené: “Vea patrón; de filosofía no sé ni papa, pero ¡qué bien está esto! Se la juega ese señor E... (ejemm) ¡Epicuro! Nos da una lección de vida que francamente me da pena mutilar”. Me miró con una risita de “te saliste con la tuya”, selló el artículo y lo mandó a prensa.
A mil por hora
La Nación , “mi nación” de entonces, era alucinante. Como trabajar en la sala de máquinas de la vida. ¡Así debe ser el corazón por dentro! Trepidante. Radiactivo. Todas las pulsaciones del país y del planeta pasando por ahí las 24 vertiginosas horas del día. Cuando los periodistas terminábamos de teclear, la prensa arrancaba, y cuando esta se detenía, estallaba el avispero de repartidores.
Vivíamos del escándalo, nuestra proteína. Si alguien lo apagaba, moríamos.
Algo siempre tenía que sonar en la Redacción: los teletipos haciéndole el electrocardiograma al mundo, la jauría de teléfonos, el hijueputazo a alguien, la sirena ronca anunciando al Papa muerto...
A la hora de cierre, el tableteo de 20 máquinas de escribir anulaba cualquier otro ruido. Y a la hora de entrar en prensa, las rotativas de La Nación y La República , que casi se tocaban, molían el maíz para las noticias del desayuno mientras su vecindario de casas dormía en estado de terremoto perpetuo.
Y bueno... ya al amanecer, carritos hechizos tirados por los pregoneros irrumpían con su rumor de ruedas metálicas en la zona de Despacho a recoger la actualidad que, en segundos, convertían en grito por calles y avenidas.
Detrás de la noticia
Pero no solo de noticias vivía el hombre. También de café o cerveza, tan necesarios para calibrar bujías, y que nos procurábamos en La Vasconia, nuestra gran cantina aliada para eso y más. Ahí el “arreglado”, ahí el ceviche sorpresa, ahí los frijoles blancos con pellejo de alto octanaje. Sus “reservados” eran la habitación perfecta para una breve privacidad entre cortinas con la invitada de turno. Y gracias a que –propina de por medio– las meseras nunca las corrían, ahí se cuajaban amores y desamores o bien convergían la anécdota y la leyenda con personajes famosos de la época.
Entretanto, al frente, sonrojada ante lo que era preferible callar, la vieja Biblioteca Nacional: la farmacia académica adonde iba yo con solo cruzar la calle a reforzar de vitaminas mis notas de prensa. ¡Qué criminales! ¡¿Cómo la fueron a reducir a parqueo?! De fusilarlos. Toda una reliquia arquitectónica del San José de buen ver; señorial, altivo, histórico.
Muy entre familia
Era un San José tan breve que cabía en el ventanal de La Nación , y las noticias se agarraban al vuelo con solo sacar la mano. Los supremos poderes, a pocos pasos; los ministerios, ahí no más; la Curia Metropolitana, al alcance de una Ave María, y la vida toda, gravitando con su olor a aldea entre repiques de campana y cascos de caballo.
Y estaba todo tan cerca que podíamos oír las noticias naciendo como huevos fritos en la sartén. Al Presidente de la República lustrarse los zapatos para evitar otro mal paso, y a los diputados acariciando como a gato de angora la siguiente martingala política. Eran los tiempos en que no había “sucesos”. O muy pocos. A falta de muertos, los reporteros nos entreteníamos sacándole punta a la nota sobre la prostituta que le daba un botellazo a su cliente para sustraerle 50 colones. ¡Un platal!
Tampoco había muchachas modelando lencería y demás mercadería en público para la compañía y la algarabía. Y no las había porque entonces San José entero rezaba y rezaba, entregado más bien a desnudarle su alma al Creador. Solo los que no rezábamos nos íbamos a buscarlas a La Bella Mansión, ahí por el Morazán, para el trato con trago barato en medio de un Corazón de Jesús que colgaba de la pared estremecido por los cuartos derrumbándose.
A todo motor
En la calle se respiraba un país contento, pero sobre todo sano. “¡Buenos días señor!”, “¡Hola qué tal!” “¡Me alegro de saludarlo!”. Olía a pujanza, a clase media vigorosa. Tras la R-48 (Revolución del 48) vivíamos nuestra primavera política. El bebé institucional caminaba y todo a su alrededor crecía y funcionaba a toda máquina al servicio del país gracias al Estado gestor y a que, por entonces, ostentar un cargo público era un honor que se honraba con trabajo, honestidad y orgullo.
Era el San José todavía carretonero, de bahareque, ropa tendida, del Saprissa de Catato , sin rejas, de cantos de gallo y velo en las iglesias. Uno se moría y se iba al cielo en percherón emplumado sin escalas, ni peajes, ni quickpass . Ni siquiera concesiones, salvo la Divina, para poder entrar. (El percherón se quedaba afuera).
Los aviones aterrizaban en La Sabana. ¡Qué pena que los quitaran! Ante las presas de hoy, haríamos vuelos cortos de ida y vuelta de ahí a Curridabat, Heredia, Santa Ana, Desampa ... con pasajeros tirándose en paracaídas bajo la modalidad de Jump and Fall conforme van llegando a su destino. ¡Otra buena oportunidad desperdiciada!
Mientras, de afuera, nos venían las epilepsias de Elvis, el carisma de Kennedy, los jabs de Alí y los muslos sobrenaturales de la Monroe. ¡Qué bárbara! ¡Lo mejor después del Big Bang ! Al cabrón de Nikita Khrushchev nunca lo soporté porque alguien me lo metió así en la cabeza hasta que, al borrar él mismo el rastro nefasto de Stalin en la Unión Soviética, hicimos las pases.
Lo demás aquí era puro Julio Jaramillo a rockola limpia con su Amor sin esperanza ese es el mío... que uno lloraba como si fuera cierto en aquellos Jorones y Sanboyanes de rones y chicharrón con pelos. ¡Y otra ronda de bocas y cervezas! O la legendaria Sonora Santanera responsable de alterar sensiblemente nuestra tasa de natalidad al haber hecho moverse hasta los postes de luz.
Alguien nos vendió
Desde “mi nación”, las noticias de entonces eran, pues, las de una Costa Rica siempre casera, sublime, recatada. De la puerta pa’ dentro. Ni siquiera eran noticias porque aquí nada ocurría, sino runrunes. Runrunes que desgranaban de casa en casa el hombre de a caballo, el lechero, el “polaco”, el zapatero... Nuestro diario transcurrir era diáfano, sencillo y sin sobresaltos. Como era más lo que sentíamos por dentro que lo que poseíamos por fuera, nuestro estilo de vida era de techo, comida y abrigo. De una felicidad criolla, sin fama ni flama, ni truculencia ni ostentación, como lo proponía sabiamente el maestro Epicuro en aquel texto que me hizo la vida cuadritos.
Han transcurrido 50 años desde aquel bautizo mío de fuego como periodista y la diferencia a hoy es abismal. Nuestra vida apacible, hija de una democracia sin armas, de una libertad anchurosa y de una belleza natural singular, un día de tantos se cotizó perfecto en los mercados de la mafia que nos casó al instante en su mesa de apuestas y hasta ahí llegamos. Nos hicimos famosos y nos llevó la trampa. Nos pasó la de la casita que en plena tormenta es arrancada de cuajo por la “cabeza” de agua y devorada a mansalva por sus remolinos.
Ni siquiera ahora vivimos de noticias. Lo que los medios de prensa escupen hoy son sirenas de alarma cada vez más intensas anunciando que la Costa Rica aquella, nuestro Jardín de Epicuro, se nos escapa de las manos para dar paso a otra irreconocible. Si bien nunca será tarde para defenderla a muerte, cada vez siento como periodista la urgencia de írselas recordando a las nuevas generaciones como el lugar más lindo del mundo que nunca vivieron.