Cuando era pequeño, detestaba con todas mis fuerzas la canción El pollito , de Freddy Gerardo. Odiaba el tono de voz del cantante, odiaba el ritmo tropical y odiaba, sobre todo, que en el carro de la familia no existiera la democracia y la elección de la música quedara siempre en manos de mis mayores.
Esas tres razones, junto a la rebeldía propia de la adolescencia, fueron las que me hicieron, al crecer un poco, aborrecer la música latina.
Daba lo mismo que lo que sonara fuera merengue, salsa, cumbia o, cuando ya me acercaba a concluir la secundaria, reggaetón. Cualquier cosa que se asemejara a un ritmo latino y bailable yo no solo la rechazaba en el acto: me encargaba de señalar todas las razones por las que aquella era música inferior y mediocre.
Mientras, me refugiaba y aliviaba mi furia puberta en el rock y en nada más. Cualquier cosa que incluyera una guitarra distorsionada y una batería poderosa me hacía feliz pero, sobre todo, me hacía sentir superior. Cuanto más escuchaba rock, más grande era el vacío que se abría entre El pollito y yo.
No tengo muy claro cuándo sucedió pero, en algún momento de los últimos, no sé, 10 años, algo cambió en mí. Lo he conversado con amigos para intentar comprender la sucesión de hechos que hicieron que hoy en mi playlist se alternen Hot Chip y Brand New con Don Omar y Marfil.
Asumo que sucedió cuando Linkin Park publicó un disco con Jay Z y empecé a conocer el hip hop. Le encuentro lógica: pasar de la música urbana a, lentamente, la música del trópico. Pero, mientras escribía este texto, recordé otro momento clave.
Hace algunos años –Google dice que ocho–, la emisora nacional 979 lanzó una “campaña nacional contra el reggaetón ”. No hay razón para maquillarlo: en ella, se hacía mofa de ese género musical y, sobre todo, de quienes lo escuchan y disfrutan; en cambio, quienes desprecian ese ritmo y prefieren otro, asumía la campaña, son superiores intelectual y moralmente.
Eso me pegó una cachetada, porque era una estupidez rotunda. Una estupidez que, por cierto, había regido mi vida y mis gustos hasta entonces. Oculto en la absurda premisa de que lo mío era mejor, me negaba a disfrutar de un amplio reino musical que, en el fondo, siempre había apreciado pero que me negaba a aceptar.
Renegaba de Daddy Yankee porque qué polo, de Britney Spears porque, qué playo, me juraba que en la vida pisaría una pista de baile. Hoy, todo lo anterior resume mis sábados por la noche, tanto como lo hacen otro puñado de bandas y artistas de toda suerte de géneros musicales.
Gente que sabe mucho más que yo dice que la libertad consiste en enfrentarse a un miedo y verlo morir, despojado de valor cuando se le mira de frente.
Qué fortuna la mía la de haberle visto la cara a la superioridad intelectual y restregarle lo rico que es escuchar sin juzgar, lo rico que es bailar sin pensar.