“ Let it be, let it be!”, canta a toda voz Nidia Roldán, con los ojos casi llorosos en lo alto de la gradería oeste del Estadio Nacional, a unos 300 metros del mismísimo Paul McCartney. ¿Quién pensaría que una hora antes estaba resignada a decir que aunque no lo vería, al menos lo habría escuchado una vez en su vida, pegada a los barrotes de la malla?
Mientras más de 20.000 personas pagaron para estar frente al ex-Beatle, pero un centenar, ella incluida, se las ingenió para no quedarse sin disfrutar de la que podría ser la noche más memorable en la historia de la música en Costa Rica.
Un túnel en costado sur del Nacional –que permite visibilidad hasta la gramilla– hizo de las suyas. Desde los portones, las enormes pantallas de alta definición que proyectaban la imagen de McCartney captaban la mirada curiosa de varias generaciones. A través de este conducto, el sonido salía tan claro, que garantizaba el espectáculo también para quienes no pudieron pagar.
Claro que estar afuera también tenía sus particularidades: en esa zona, bien iluminada pero desamparada por la mirada de la Fuerza Pública, se permitían los cigarrillos, la marihuana en bongs comunales, las pachas de ron, la venta de cervezas y hasta las escenas amorosas sobre el césped. Cualquier parecido con la escena hippie de los 60 no era mera casualidad.
Cuando los gritos dentro del estadio advirtieron la salida de McCartney al escenario, y quienes llegaron tarde comenzaron a correr por los pasillos hasta la gramilla, la euforia resonó también desde los portones, donde un hombre intentaba gozar de manera aún más vívida a través de unos binoculares.
El “ Hold me, love me ” de Eight Days a Week había provocado que una mujer con cabello color azabache, vestida totalmente de negro, hiciera volar su gabardina mientras bailaba en círculos desde el primer minuto, con la mirada hacia el cielo, los brazos extendidos y una cerveza en la mano.
Era Nidia, la roquera que nació tres años antes de que Los Beatles debutaran y que se crió con su música. Pero, ¿por qué si McCartney significa tanto en su vida no compró el tiquete? “Mae, la limpieza...” fue su contundente respuesta.
A unos metros, recostado sobre un cartón, permanecía Enrique Solís con su camiseta de Los Beatles. Aunque alguna vez vio en vivo a los íconos británicos en Estados Unidos a inicios de los 70; ahora vivía a ciegas el concierto. “Me da mucha nostalgia porque ya no están los otros (John Lennon y George Harrison). Prefiero así; me hago la ilusión de que ahí están los cuatro”.
Apenas terminaba de decir esto, un tipo con camiseta negra, al parecer de la producción, se acercó a aquella “gradería de los limpios”, con un ofrecimiento que parecía una broma. Ante la mirada incrédula de quienes estaban en primera fila con sábanas y sillas de playa, sacó un fajo gruesísimo de tiquetes de cortesía. Solís se perdió entre el tumulto que extendía las manos a través de los portones, que empujaba, que gritaba y suplicaba.
En cuestión de segundos, la marea hippie se disipó como hormigas cuando se pisa un hormiguero. No había tiempo que perder, pese a que McCartney aún rasgaría las cuerdas de la guitarra, el bajo y el ukelele durante dos horas más.
Nidia Roldán, con el tiquete regalado que guardaría de recuerdo, pegaba alaridos como si hasta la tarima se fuera a escuchar su “ I love you Paul !”. Es fácil aventurarse a decir que ella se quedó el título de la más eufórica entre los suertudos de aquella noche.
Con tal de ver a McCartney, su amigo Danny Buzo acababa de venderle sus six-pack de cerveza a un vendedor de refrescos en ¢3.000. Él y la amante del rock subieron gradas hasta la cresta del Nacional como si llevaran en sus manos el billete ganador de la lotería navideña.
En el camino, la emoción de Roldán era tal, que sin pensarlo le estampó un sonoro beso en la mejilla a la funcionaria de seguridad que le recibió la entrada. “¡Esa vara!”, replicó la muchacha entre pena y asombro, mientras Nidia se iba pegando brincos, repitiendo una y otra vez que este era su sueño hecho realidad.
Arriba de la fila en la que Roldán y Buzo se sentaron estaba Molly Graham, la profesora de Inglés que hacía apenas cinco minutos cantaba desde los portones jalando de la correa a su perrita Lilly.
Ella ni siquiera tenía entre planes ir a escuchar a McCartney, pero sacó a pasear a su mascota por los alrededores de La Sabana y, al ver al gentío en los portones, se quedó para escuchar algunas de las canciones de Los Cuatro Grandes.
La estadounidense tuvo que dejar a Lilly al cuidado de un amigo para explotar en emoción con el furor de las bombetas y las llamaradas que irrumpían desde el escenario con Live and Let Die .
La entrada se la regaló un desconocido que logró tomar más de una. Era un pintor llamado Paulino Cerdas que pensó que estaban repartiendo artículos autografiados. El obsequio que recibió a través del portón lo dejó realizado, luego de mucho suplicar que McCartney cantara Yesterday . La frase “un sueño hecho realidad” ya no solo salía de la boca de Nidia.
Más abajo, Jonathan Arias gritaba: “¡Lo hicimos, lo hicimos!”. Él es el mismo que a las 8:30 p. m. se jactaba del ambientazo que había en el exterior del estadio.
Pero este seguidor de McCartney no mentía. Afuera podrían estar más de los verdaderos fanáticos, según Luis Roberto Zamora, quien se hizo hippie en el 67 y se “deschavetó” con la música de Los Beatles hasta convertirse en un “vagabundo cósmico”, un nómada por Europa.
Afuera, el ambiente era de los bohemios, de los que vivían la verdadera esencia de la revolución de los 60. Ahí estaba Andrew Hardin, a cuyos oídos la música de Los Cuatro Grandes de Inglaterra llegó cuando tenía 5 años por influencia de sus padres.
“Su voz ha cambiado, pero McCartney todavía es maravilloso, ¡aún roquea, no te preocupés por eso! Él sigue siendo el 25% de la razón por la que millones de personas se involucraron con la música”, dijo con su aliento a alcohol y su acento de gringo desenfadado.
Las palabras de Hardin se constatan en la gradería oeste, donde Danny Buzo –con su gorra de Megadeth– no puede dejar de gritar y de agitar los brazos en el aire al escuchar el sonido distorsionado de Helter Skelter, la canción que en 1968 hizo nacer el heavy metal .
Él, que esa tarde ni siquiera tenía seguro que iría a escuchar a McCartney desde afuera, ahora hacía mofa de quienes pagaron hasta ¢1.200.000 por ver el mismo espectáculo, por disfrutar el mismo juego de pólvora, por llevarse en la memoria al mismo McCartney ondeando la bandera de Costa Rica.
Quizá olvidaba un detalle: que tuvo a la suerte de su lado, o “que siempre hay ángeles”, como dijo Nidia cuando Let It Be la teletransportó en el tiempo... y gratis.