Un pueblito con su iglesia, calles de adoquines, estrechas y sinuosas, cafés, ayuntamiento, muros de piedra, una plaza y su fuente que el invierno transforma en esfinge de hielo. Todo él perezosamente arrellanado entre colinas y bosques, como una bella que retoza en sus cojines. Apenas 33.000 habitantes. Todo es chiquitito, arcaico, incómodo… y bello. Envuelto en una pátina de leyenda.
París es como una reina rodeada de infantas: ella, la inmensa, la esplendorosa; a su lado, las niñas que juegan, cada una más hermosa que la otra. Para hablar a lo tico, de la torre Eiffel, 50 km al sur y 10 al oeste, está el pueblo de Montfort-l'Amaury. Sobre su alcor, en medio del bosque de Rambouillet, las torres de un castillo del siglo XI montan guardia, centinelas con hiedra a guisa de barbas.
Eremita hedonista. Fue en este rincón del mundo –aislado pero suficientemente próximo de “mamá París”– que Ravel decidió vivir, desde 1921 hasta 1937, año de su muerte. Solo bajaba a la gran ciudad para dirigir los estrenos de sus obras, comer en ciertos restaurantes –¡siempre roja, la carne!–, comprar ropa –era un dandi–, reunirse con viejos amigos… y uno que otro merodeo de los cuales prefiero no hablar.
Su casita es, pues..., insólita. Desde la calle, parece llamativamente pequeña; desde el patio, descubrimos que, emplazada sobre una ladera, alcanza tres pisos, con balcones de madera y vista espléndida sobre los valles y bosques puntuados por campanarios. El jardín es una emanación de su dueño: terrazas, fuentes, senderos: algo que solo hubiera podido concebir el hombre que le puso música a El niño y los sortilegios, El jardín de las hadas , La bella y la bestia .
Ravel y su madre… El universo amniótico de su música, ese locus amoenus donde “todo es orden y belleza, calma, lujo y voluptuosidad” (Baudelaire). Su ópera El niño y los sortilegios termina con la palabra más bella y simple del mundo, susurrada por el niño: “Mamá”. No es un gran final operático: es una invocación, la palabra de su vida, la confesión profundísima de un hombre que, por lo demás, era alérgico a las confesiones y la sentimentalidad.
¿Sacerdotisa de un culto privado? En esa especie de cuña de queso brie que es la casa de Ravel, me recibe una señora que ha de tener, por lo menos, 150 años de edad, pero es jovial y acogedora. “Yo cuido el museo, y me encargo de las visitas guiadas”.
La pregunta surge, inevitable, con su potencial carga ofensiva: “¿Conoció usted a Ravel?”. Tal cosa supondría que la dama de marras fuera por lo menos una adolescente en 1937. “No lo conocí, pero sí hablé con varios de sus amigos y discípulos: Milhaud, Stravinsky, Chaplin , Picasso...”.
Nos lleva por los meandros de la casa. Corredores estrechos, rincones en sombra, estancias pequeñas. Algo de casita de juguetes. “Jamás me casé, pero, en cierto modo, siento que soy la viuda de Ravel. Me he dedicado a custodiar su patrimonio”. Conoce la razón de ser hasta del más ínfimo adorno, de cualquier tacita o trebejo.
Ravel no era un coleccionista de arte: era un niño. Como las urracas, recogía todo aquello que brillaba y llamaba su atención, independientemente de su mérito intrínseco. El resultado es un verdadero bazar, el retrato implícito de un alma. Cajitas de música, juguetes, autómatas, relojes, efigies orientales… Solo un pedante redomado correría a calificarlos de cachivaches de “mal gusto”. ¿“Gusto”? ¿Qué es eso? ¿Es con tal criterio que entraríamos en la casita de juguetes de un niño?
En el santuario. Su piano es un Érard, perfectamente afinado y conservado. La biblioteca “oficial”, con los libros –colecciones de obras completas de autores canónicos– ordenados maniáticamente por el color y el tamaño de los lomos. Luego, la biblioteca “clandestina”, disimulada tras una puerta-espejo que permite el acceso a un compartimento secreto. Allí están los libros menos “presentables”: novelillas rosa, frivolidades, revistas “de actualidad”.
Tenía gavetas, Ravel. Lo que es más: su alma era un armario de mil gavetas, todas cerradas a doble llave. En el subsuelo, su dormitorio, su tina de baño, con los afeites –pinzas, tijeras, peines, perfumes– ordenados con precisión de cirujano: la obsesión de la simetría, la aplicación, al ámbito doméstico, de la máxima agustiniana: “La belleza es el esplendor del orden”.
Sobre el inodoro, uno de sus discípulos instaló una plaquita: “Aquí hacía po-po el gran maestro”. Reviento de risa. ¿Hacen po-po, los grandes maestros?
El genio siempre es niño. Ravel pasó por la vida con los ojos del niño eternamente maravillado. Su lenguaje es sincrético: si le gustaba una melodía de Madagascar ( Canciones malgaches ), el folclor mozárabe ( Bolero ), el vals vienés ( La valse ), el jazz o el tambor vasco ( Concierto en sol para piano ), la música china ( Concierto para la mano izquierda ), el folclor griego ( Melodías griegas ) o los modos gregorianos ( Mi madre la oca ), la incorporaba a su lenguaje.
Un compositor mimético. El camaleón de la música, y, sin embargo, siempre es Ravel. Así es su casa, microcosmos donde cada chuchería se propone como ventana hacia el alma del compositor.
¿Qué es el Bolero ? Una cajita de música a la que se le da cuerda, y que reitera la misma melodía hasta la extenuación de su mecanismo, circulando a través de toda la orquesta y cambiando constantemente de coloración. Una música que “se toca sola”: basta con poner en acción el engranaje. Ravel decía: “No entiendo el éxito del Bolero : ¡es música sin música!”. En eso se equivocó fortissimo y presto con fuoco.
Su nombre es Misterio. Ravel vestía con elegancia suprema, el primer hombre en Francia que usó el blanco para la totalidad de su atuendo. Dilección por los colores pastel. No salía a escena si no era con sus zapatos perfectamente lustrados (y por eso fue necesario retrasar más de un concierto).
Para su gira a los Estados Unidos, en 1928, llevó 60 camisas, 20 pares de zapatos, 75 corbatas y 25 pijamas. ¿Mera vanidad? ¡No: esto retrata a una persona! El artista que se propone a sí mismo como obra de arte, que se dibuja y colorea todos los días de su vida.
Gershwin, que venía de subyugar al mundo con su Rhapsody in Blue corrió a pedirle que lo admitiera entre sus alumnos. “¿Cuánto dinero ganó usted con la Rapsodia ?”. “No sé, maestro… Miles de dólares”. “¡Pues entonces soy yo quien debería estudiar con usted! Además, amigo, ¿para qué ser un Ravel de segunda cuando puede ser un Gershwin de primera?”. Jamás se volvieron a ver. Ambos artistas murieron el mismo año, a seis meses de distancia.
“No me toquen con las manos sucias”. Ravel era temible con sus intérpretes. A Marguerite Long, después de una aburridísima interpretación de su Pavana para una infanta difunta , le dice: “¡Es la infanta la que se murió, no la pavana!”. A Toscanini, quien apuró el tempo del Bolero –estrictamente isócrono– fue a buscarlo al camerino: “Ese no fue el tempo que yo estipulé”. “Maestro, con su tempo , la pieza no funciona”. “Pues entonces no la toque”. Fin de la relación.
A Paul Wittgenstein, pianista mutilado del brazo derecho en la Primera Guerra Mundial, a quien dedicó su Concierto para la mano izquierda : “No le añada florituras de su cosecha: sería como pretender adornar una orquídea”. Cerebral sin ser erudito, reservado, exquisito, enigmático, distante pero no frío. Siempre “protegiendo” algo.
Allá, en una casita, en las colinas de Montfort-l'Amaury, quedó flotando el aroma de una vida. Ravel está allí, presente-ausente, que es lo propio de los fantasmas (los verdaderos, esos que nos habitan). Su “viuda” me invitó a volver. En su piano toqué la Pavana . No sé si el maestro la hubiera aprobado. En el retrato que tenía enfrente creí percibir una sonrisa, pero eso no importa.
Yo no interpreto a Ravel. Charlo con él. Me siento a jugar con él. El juego es la patria del niño. Es en ese espacio donde nos encontramos. No lo olviden, amigos: el arte es un juego muy serio, pero juego al fin.