La música en arma trocar forma parte del programa Érase una vez , una iniciativa muy meritoria del Teatro Nacional y los ministerios de Educación y Cultura, especialmente si tomamos en cuenta que desde hace años el teatro se había convertido exclusivamente en una sala de alquiler. Además, creo que el espectáculo por sí mismo deja un balance positivo en el público, sobre todo en jóvenes y estudiantes que el sábado pasado ocupaban casi todas las butacas.
En primer lugar, debe destacarse el protagonismo que se concede a las bandas, instituciones fundamentales de nuestra vida musical desde antes de la independencia. Extraña, por lo tanto, que en el programa de mano se haya omitido justamente el nombre del actor principal del espectáculo: la Banda de Conciertos de San José, agrupación centenaria que, además, tuvo una actuación musical destacada bajo la batuta de Juan Bautista Loaiza.
El segundo acierto importante fue realizar el guión a partir del libro De las fanfarrias a las salas de concierto , de María Clara Vargas Cullell, hecho del cual también el programa resulto penosamente omiso. Tampoco el nombre de la destacada historiadora e investigadora universitaria fue incluido en ninguno de los comunicados de prensa, ni mucho menos en los flamantes discursos de dos ministros y dos directores, que introdujeron la presentación del sábado pasado y dieron la impresión de estar más interesados en el autobombo que en reconocer aportes ajenos.
De las fanfarrias a las salas de concierto (Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2004) es clave en la interpretación de nuestra historia musical y el guionista Melvin Méndez hizo muy bien en basarse en esta obra para destacar el papel de las bandas: primero, en sus funciones netamente militares; luego, como protagonista del proceso de construcción de nuestra nacionalidad en la segunda mitad del siglo XIX y, finalmente, como aglutinador social y moderador de las costumbres. No es cierto, por lo tanto, que simplemente le haya servido de inspiración, como se ha dicho a la ligera; el espectáculo se construyó a partir de las ideas y la información relevante de la investigación de María Clara Vargas.
El tercer acierto y grave omisión también, fue la música misma. Una atinada selección de obras, la mayoría de compositores costarricenses, permitió a la banda lucirse en diversos géneros y niveles de dificultad y al público comprender placenteramente las transformaciones del papel social de la música a lo largo de casi 200 años de historia.
Sin embargo, ni las piezas ni sus autores encontraron espacio en el programa.
Hubiera sido interesante mencionar al menos La Granadera , antiguo himno anónimo de Centroamérica emparentado con la Marcha Real , el himno nacional de España, que además de ser uno de los más antiguos del mundo (hay una edición de 1761), es uno de los pocos himnos nacionales que no tienen letra.
Es curioso también que la Marcha Santa Rosa (1856), de Manuel María Gutiérrez (1829-1887), se haya identificado tradicionalmente con el ritmo y la melodía del otro himno de español, El Himno de Riego , de 1820, instaurado por la Segunda República y abolido en 1939 por la dictadura franquista.
Especialmente limpias y emotivas me parecieron las interpretaciones de Cadetes de Costa Rica , de José Castro Carazo (1885-1981), y muy especialmente de la brillante marcha Tropa del 56 , de Allen Torres. Sin embargo, el vals Voces de primavera , de Johann Strauss, me resultó insípido y sin gracia en una versión simplona totalmente alejada de las tradiciones del vals vienés.
Al público asistente, estoy seguro, le hubiera gustado también saber que la partitura de las canciones es de Victor Hugo Berrocal y que, además, escucharon piezas del español Abel Moreno ( Aires de jota ) y el foxtrot Hindustan , de Oliver Wallace, música tan bien aprovechada por el director de escena Luis Carlos Vásquez en el gracioso sketch de las señoras elegantes de los años 20, interpretado por Isabel Guzmán y Silvia Baltodano, quienes por su parte demostraron, durante toda la representación, habilidades consumadas como actrices, cantantes y bailarinas de comedia musical.
En resumen, quisiera pensar que estamos ante un renacer del Teatro Nacional como centro de la vida artística del país y asumo que los errores mencionados, aunque no pequeños, se debieron exclusivamente a la inexperiencia del equipo de producción, por lo cual la culpa debe recaer en la miopía de varias administraciones consecutivas que dejaron a nuestra centenaria institución totalmente atrofiada.