Son escasos los conciertos que uno quiere que se hagan eternos. Son esos mismos los que uno desearía que pudieran ser revisitados con la posibilidad de rebobinarlos una y otra vez, para disfrutarlos reiteradamente.
Resulta una grata sensación que, en ese tipo de recitales, los ojos intenten moverse como los de un camaleón para no perderse ni un solo detalle en tarima; para ver simultáneamente a la sección de vientos, la percusión incesante, a cada uno de los dedos que se desliza por el piano o a los arcos que acarician cada cuerda.
Da todavía más gusto que en un espectáculo musical de este calibre, los oídos se despierten y se abran como antenas parabólicas con la intención de percibir y recibir de cerca cada nota y silencio que se produzca en el entorno para disfrutar sin interrupciones.
Son contadas las citas musicales en las que el parámetro con el que se mide el disfrute es incapaz de encontrar puntos bajos, sino que la barra se mueve únicamente de los puntos altos a los altísimos.
Cuando un concierto logra despertar cada fibra en el oyente es gracias a la confabulación entre la música, los músicos y la musicalidad.
Éditus, el Sexteto de Jazz Latino y la Orquesta Sinfónica Nacional demostraron que no es imposible lograr un recital con todos estos descriptivos.
¡Qué concierto!
En un repertorio compuesto en su mayoría por obras de Edín Solís y Walter Flores, el ensamble repasó ritmos tan distintos que resulta injusto reducir la descripción de la noche a latin jazz .
Más bien uno de los mayores lujos de la reunión fue la versatilidad desplegada en cerca de dos horas de música, permitiendo al oído viajar por diversos paisajes que contaban con la hermosura como denominador común.
En las manos de estos músicos hubo una perfecta simbiosis entre lo bailable y lo sinfónico, lo trepidante y lo emotivo, lo delicado y lo potente.
La amalgama entre la Orquesta y los ocho músicos protagonistas fue indisoluble, con una interpretación que le hizo los honores a cada composición.
La Sinfónica, con la dirección de Marvin Araya, se encargó de magnificar cada pasaje y aportar detalles que sumaron en emoción. El resto de instrumentistas, por su parte, integran algo así como un All Star Band. Verlos juntos de nuevo es todo un privilegio.
No se puede dejar de lado que los miembros del sexteto son maestros músicos que se conocen desde la adolescencia . La conexión que se logra entre ellos es evidente. Cada quien aporta semillas de diferente especie pero, al final, germinan todas en conjunto.
Con tales juntas, el repertorio se caracterizó por melodías que, por su intensión e intensidad, podían prestarse tanto para inaugurar como para clausurar la noche.
Paisaje abierto (de Edín Solís), Malecón (de Walter Flores), Una vez más (de Alon Yavnai) o Son de aquí (de Lalo Rojas) fueron solo algunos de los momentos más inspiradores de la cita.
El secreto del gozo también se debe a una selección de piezas cautivadoras de principio a fin. Se interpretaron temas que integran sonidos costarricenses con otros de múltiples fronteras cuyo arribo en el pentagrama resulta especial y sorpresivo.
Es una lástima que este tipo de encuentros sean esporádicos. De verdad, ojalá los conciertos así fueran eternos.