Las dos obras que conformaron el programa del X Concierto de Temporada de la Sinfónica Nacional: Carmina Burana de Orff y Lux aeterna de Morten Lauridsen, tienen en común su vinculación con el neoclasicismo musical o a la corriente, que algunos teóricos llaman de manera un tanto indefinida neotonalismo.
Sin embargo, la generalidad de estos conceptos y las grandes diferencias entre las muchas obras que podríamos considerar adscritas al neotonalismo o al neoclasicismo, no nos ayuda mucho a entender esta música, que mantiene impertérrita las tradiciones musicales más rancias en medio de la tempestad vanguardista del siglo XX.
Tanto la música de Orff como la de Lauridsen tienen como referencia estructuras y procedimientos del pasado musical. En el caso de los Carmina Burana la ausencia de polifonía, modulación armónica y desarrollos temáticos, así como la constante repetición de melodías muy simples, remite al Canto Gregoriano y en general a la música medieval, esto en obvia concordancia con los textos del siglo XII y XIII que emplea. En cuanto a su estructura y concepción coreográfica (ausente en este concierto) tiene referencias al teatro clásico griego.
Obra eminentemente coral, Carmina Burana posee sin embargo una brillante orquestación, rica en sonoridades percusivas, la cual, lamentablemente, aplastó al coro sinfónico cuya participación resultó simplemente inaudible en buena parte de la obra por culpa de la penosa sonoridad, producto de la ausencia de concha acústica en el Teatro Nacional.
Afortunadamente, gracias a la orquestación del Lux aeterna , mucho más delicada y transparente que la de Carmina Burana y que refiere a las tradiciones corales palestrinianas; sí que pudimos apreciar, algo mejor, el excelente trabajo preparatorio de Marcela Lizano, directora del Coro Sinfónico Nacional, cuyo nombre, negligentemente, no aparece en las portadas del programa de mano, dándole por omisión todo el mérito a Carl St. Clair.
En mi opinión, aunque disfruté de su atmósfera mística, casi minimalista, debo decir que la música de Lauridsen se me hace un tanto mimética de la obra del gran compositor británico Edward Elgar.
Notables también me parecieron las intervenciones a capela del coro en la pieza de Lauridsen y en el, sexualmente explicito, Si puer com puellula (si un muchacho y una muchacha se encuentran en una habitación, feliz unión) en la partitura de Orff.
De las participaciones solística, debo destacar la del barítono canadiense Hugh Russell –la más importante por extensión– quién, además de un agradable timbre y muy buena proyección, mostró notables capacidades histriónicas; especialmente, en su divertida personificación dionisiaca en el Estuans interius (Ardo por dentro) y el Ego sum abbas (Yo soy el abad de Cucaña y mis asesores son borrachos) en donde por cierto el coro contesta Wafna , qué, sin puritanismos, se debería de haber traducido con el expletivo “mierda”, asunto zanjado ya hace años con la intervención de nuestro emérito latinista de grata memoria Nicolás Farray.
Así mismo, la soprano Celena Shafer logró colores luminosos y brillante dominio técnico en los momentos de contraste apolíneo del In trutina (En la vacilante balanza de la mente fluctúan el amor sensual y el pudor) y el Dulcissime (A ti, el más amado, toda me entrego).
La indolencia respecto a la instalación de una concha acústica, que tiene años en la picota, raya en el cinismo de parte de la administración actual del ramo, que anuncia con pompa una solución multimillonaria, imposible de conseguir en los pocos meses que les queda en el cargo. ¿Acaso no se dan cuenta del perjuicio que esto causa al trabajo de nuestros intérpretes? Me temo que el legado será similar al de hace cuatro años: un Teatro Nacional acústicamente inservible, apto solamente, quizás, para las visitas turísticas.