La primera secuencia de L’année dernière à Marienbad (El año pasado en Marienbad, 1961), de Alain Resnais , es emblemática. La cámara recorre los largos y desiertos pasillos. Se posa en los marcos de los lienzos, en los detalles de los candelabros, en las esculturas y los espejos. Descubre el relieve, la textura, el brillo de la materia inerte. Encuentra en un salón a los hombres y las mujeres que habitan este palacio, tan quietos e inexpresivos como lo objetos antes mostrados. Una gélida voz acompaña el recorrido; su fraseo desapasionado se torna hipnótico a fuerza de repetir palabras e imágenes.
En ese palacio –cuyos dónde y cuándo nunca son claros, en cuyos jardines los árboles tienen sombra pero las gentes no–, un hombre ( X ) aborda a una mujer ( A ). Le dice que fueron amantes el año pasado en Marienbad. A dice no conocerlo, A dice no recordar. Un tercer personaje ( M ) se asoma por los pasillos; es un hombre delgado y siniestro que tiene alguna relación con A (¿el marido?, ¿un pretendiente?).
En medio de las negativas, se dan los encuentros entre ellos; pero… ¿están ocurriendo hoy o son las memorias de lo sucedido un año antes? ¿No son más bien el relato del hombre, ahora imaginado por la mujer? ¿Están vivos los habitantes del palacio o forman parte del sueño de alguien más?
Este sábado 1.° de marzo, Alain Resnais viajó a ese palacio sin tiempo ni lugar que imaginó en El año pasado en Marienbad , su segundo largometraje de ficción. Su punto de partida había sido el guion del escritor Alain Robbe-Grillet, quien a su vez se inspiró en la novela La invención de Morel , del argentino Adolfo Bioy Casares.
Resnais murió tres meses antes de cumplir los 92 años. Todavía estaba activo –como lo están sus coetáneos Jean-Luc Godard y Agnès Varda–, e incluso estrenó en febrero, en el Festival de Berlín, el que se convirtió en su último largometraje, Aimer, boire et chanter (Amar, beber y cantar, 2014): un buen cierre para una cinematografía moderna y atrevida como pocas, dedicada a asuntos como los afectos, la percepción y la memoria, y en continuo diálogo con otras disciplinas artísticas, como la música, la plástica, el teatro y la literatura.
La otra orilla. En la última semana, los boletines de prensa repitieron el error de situar a Alain Resnais como un miembro de la Nouvelle Vague . Para que esto sea cierto, sería necesario denominar “ nueva ola” a todos los cineastas franceses nacidos entre 1920 y 1935, que comenzaron a estrenar sus películas a finales de los años 50 y deslumbraron a la crítica y el público a principios de los 60.
Sin embargo, cuando se consideran otros rasgos –como el realismo cinematográfico, la espontaneidad de la puesta en escena o la defensa del cine de autor–, es claro que Alain Resnais no es parte de la Nouvelle Vague . Lo suyo no era el realismo, como lo prueba su vínculo a las modernidades literarias y plásticas del siglo XX, así como su labor en la sala de edición, el cuarto de trucos del cineasta.
Además, la puesta en escena de Resnais era especialmente rigurosa. Finalmente, pocas veces fue el responsable de sus guiones, elaborados por escritoras y escritores como Marguerite Duras (Hiroshima mon amour ), Robbe-Grillet y Jorge Semprún (La guerre est finie , Stavisky…).
De ser necesario ubicar a Resnais en algún grupo, este sería el de la Rive Gauche (la orilla izquierda del río Sena), en el que se suele situar a cineastas contemporáneos y diferentes de los de la Nouvelle Vague , como Louis Malle, Jacques Demy y Varda.
También podría ubicarse a Resnais en lo que se ha dado en llamar el Nouveau Cinéma , por su relación con el grupo de Nouveau Roman , donde estaban Claude Simon (premio Nobel de Literatura en 1985), Robbe-Grillet y Duras.
Un espectador activo. Cincuenta años después de su estreno, El año pasado en Marienbad permanece como el mejor ejemplo de una narración cinematográfica que requiere de la participación del espectador para ser construida.
Como propuesta, era la radicalización de la búsqueda de su primer largometraje, Hiroshima mon amour (Hiroshima mi amor, 1959). Esta también era una película singular, edificada con preguntas y no con respuestas –como ocurriría en una narración convencional, sea esta literaria o fílmica–, que exploraba las posibilidades cinematográficas de la “representación” de la memoria, de lo que se recuerda y lo que se quiere olvidar.
El guion de Duras asumía un doble reto: el de la literatura del siglo XX (el monólogo interior), y el del cine, que pretendía conseguir con imágenes lo que la literatura y la filosofía logran con palabras.
Godard reconocería haber experimentado una saludable envidia al ver este filme, moderno donde los haya: era el filme al que aspiraba y que ni él ni sus compañeros hicieron, al menos hasta los primeros de los años 60.
Alain Resnais llevaba al terreno de la ficción los asuntos que trató anteriormente como documentalista, en mediometrajes como Van Gogh (1948), Nuit et brouillard (Noche y niebla, 1955); el primero que mostró imágenes de los campos de concentración nazis, y Toute la memoire du monde (Toda la memoria del mundo, 1956), un recorrido por las entrañas de la biblioteca de París.
A partir de los años 60, Resnais continuó con su búsqueda, más epistemológica y estética que temática o ética, pese a fracasos financieros, como las valiosas Je t’aime, je t’aime (Te amo, te amo, 1968), otro viaje a través de la memoria, y Stavinsky… (1974), o artísticos, como el extraño encuentro del cine con el comic y el musical que encontramos en La vie est un roman (La vida es una novela, 1983) y I Want to Go Home (Quiero ir a casa, 1989).
Sin repetir a las cotas propuestas en Hiroshima mi amor y El año pasado en Marienbad , en Muriel ou le temps d’un retour (Muriel, 1963), La guerre est finie (La guerra ha terminado, 1966) y Je t’aime je t’aime , encontramos un montaje que siembra de elipsis la narración, imitando el devenir de la conciencia de sus personajes, quienes buscan, en el presente, las huellas de un pasado que pretenden redimir.
A partir de los 80 se radicaliza otra búsqueda: la del encuentro del lenguaje cinematográfico con el de las otras artes, e incluso con disciplinas, como la psicología conductista ( Mon oncle d’Amérique , 1980).
Es el caso del teatro y el cine en Mélo (1986), una pieza de Henri Bernstein, en la que el texto y las disposiciones escenográficas remiten a las tablas, pero el trabajo de la cámara y las interpretaciones son enteramente cinematográficas.
En los años 90, Resnais rodó tres películas tan notables como infrecuentes: Smoking y No Smoking (1993), donde los espectadores escogían en la primera escena si el personaje fumaba o no un cigarrillo, a partir de lo cual la historia desgajaba siempre entre dos posibilidades, hasta presentar una treintena de historias, vividas por nueve personajes, interpretados por dos de sus actores favoritos: Pierre Arditi y Sabine Azéma (su compañera desde los años 80).
El guion del díptico Smoking y No Smoking fue escrito por Jean-Pierre Bacri y Agnès Jaoui , quienes volvieron a colaborar –como actores además de guionistas– en On connait la chanson (Conocemos la canción, 1997), comedia de costumbres que incorporaba piezas populares de los años 50 y 60 para tratar los pequeños dramas contemporáneos.
El diálogo con el teatro y el musical continuó en los filmes de la siguiente década, como Pas sur la bouche (2003) y Coeurs (Asuntos privados en lugares públicos, 2006), como también en la recentísima Aimer, boire et chanter , premiada en Berlín el pasado 15 de febrero. De acuerdo con el jurado, es “una película que abre nuevas perspectivas”; es decir, incluso cuando frisaba los 92 años, Resnais continuaba siendo un moderno.