Apenas despuntaba el éxito editorial de Die Leiden des jungen Werthers (Las desventuras del joven Werther), cuando llegaron a los oídos de su autor, Goethe, las noticias difusas del suicidio de muchos jóvenes que habían leído la novela y que querían compartir la suerte del infortunado protagonista.
A tan inédito “efecto Werther” –como se lo llamó–, el versado semiólogo y novelista piamontés Umberto Eco agrega los eventos de la muerte de Jenny Cavalieri-Barrett en Love Story (de Erich Segal) y el abandono a su suerte de Scarlett O’Hara en Gone with the Wind (de Margaret Mitchell), que Eco enlaza con el truculento desenlace de la Anna Karénina , de Tolstói.
Es usual que el espectador o el lector derramen lágrimas por la sensiblera muerte de Jenny o por el aparatoso suicidio de Anna, o bien que se desgarren sus fibras más íntimas en solidaridad con la raza indomable de Scarlett. De tal suerte, quien lo haga reeditará, con cada lectura o vistazo personal, la incorporación a su psique de la creación literaria o cinematográfica. Ante ellas, el deslinde con la realidad se mantiene como un imperativo.
Para los hombres se debe escribir. Acaso fuese la permanente preocupación de Ruggero Leoncavallo al abordar la gestación de I pagliacci –su breve y genial ópera– el galopar por los caminos y senderos del “verismo” dejando permanentemente claro que “l’artista è un uom' e che per gli uomini scrivere si deve” (el artista es hombre y para los hombres se debe escribir). Lo expresa el payaso Tonio al introducir el prólogo de la ópera.
Canio –el clásico protagonista que vive una alta cuota en el lado oscuro de la existencia– parece preocuparse por dejar clara la distancia que hay entre la vida común del payaso de feria, y el drama que este representa en su trabajo cotidiano: “'il Teatro e la vita' non son la stessa cosa!” (el teatro y la vida no son la misma cosa) proclama ante un nutrido grupo de campesinos que lo asedian. ¿Contradicción con el postulado de su creador, el polifacético compositor y escritor napolitano?
De hecho, la intercadente conducta de Canio parece apuntar a la demostración de que la frontera entre irrealidad y “verismo”, entre escenario y platea, no es en ocasiones tan perceptible como podría parecer. A demostrar tal cosa se dedica toda la obra, en su totalidad producto del genio de Leoncavallo.
Adelantándose a la magia de Luigi Pirandello, el napolitano crea un submundo dentro de un mundo simple, manteniendo precariamente la burbuja que deslinda ambos escenarios: para ello, ubica el drama dentro del drama y el teatro dentro del teatro.
Una definición teatral de pagliaccio . En alguna rara ocasión se le pidió al gran cineasta italiano Federico Fellini una definición de “clown”. Parafraseando a su amigo el senegalés Alfredo Panzini, el creador de La dolce vita y de Amarcord definió al “clown” diciendo: “Es una palabra inglesa que expresa lo grosero, lo campesino; pero, ante todo, esa rara condición de trocar el llanto en risa. Ese es nuestro pagliaccio ”.
Lo que quiso así resaltar el cineasta de Rimini fue esa singularidad de la existencia misma para transformar –mutatis mutandis – el drama en risa, y la comedia en drama.
Henri Bergson prologa Le rire (La risa), su obra finisecular, con la interrogante siguiente: “¿Qué hay en el fondo de lo risible? ¿Qué puede haber de común entre la mueca de un payaso, el retruécano de un vodevil y la primorosa escena de una comedia?”. Acaso la pregunta del filósofo francés –Nobel de Literatura de 1928– sea susceptible de respuesta mediante el Prologo de I pagliacci , o mediante los dos profundos monólogos del payaso: Vesti la giubba y Non, pagliaccio non son!
Cavalleria rusticana y la vida cotidiana. El gran capolavoro de Pietro Mascagni, su inmortal Cavalleria rusticana , es una tragedia griega cuyos personajes no son reyezuelos de opereta ni solapados cortesanos. Son rustici (campesinos), que se hallan detrás de la simple trama elaborada por el Fatum (hado). De ahí deriva el nombre Cavalleria rusticana , o “caballerosidad campesina”.
Como tragedia griega, la ópera se desarrolla en el majestuoso escenario de la tierra de los templos griegos: la insular Sicilia de Dionisio. Pudo ser ideada en Agrigento, Selinunte, Taormina, Siracusa, o en cualquiera de los minúsculos pueblos que hacen prodigiosos esfuerzos en contra de la gravedad y del tiempo para sostenerse sin caer sobre las aguas azules del Mediterráneo. Sin embargo, es a la vez una gran tragedia cristiana, con todos sus símbolos, su grandilocuencia... y sus supersticiones.
Sobre un romanzo original de Giovanni Verga, el argumento de Cavalleria rusticana no puede ser más sencillo: un típico triángulo amoroso en el cual no tiene cabida la cuarta persona.
Los personajes son el infiel Turiddu, detonante de la tragedia y a la vez su propia víctima; la pérfida y sensual Lola, causante del drama y su instigadora; su marido, Alfio, epítome del tradicional honor siciliano que se recupera con sangre y que sobrevive a la muerte; y Santa (Santuzza es su diminutivo), la gran Sibila deshonrada que echa los dados de una maldición que se vuelve contra sí misma. Alrededor de este grupo, el Coro, un personaje a la vez de mil cabezas y de solo una, que piensa, sublima y llora con los personajes y a su propia cuenta.
Crisol perfecto. Al igual que Ulysses de James Joyce, Cavalleria se arma y desarma en un solo día, la Pascua de Resurrección. El himno: “Inneggiamo, il Signor non e morto, Inneggiamo, al Signore risorto”, es una espectacular oración de salvaje alegría, tal vez más propia de una sociedad pagana.
En un instante de catarsis, el tiempo se detiene mientras el pueblo abarrota el templo cristiano para celebrar la Pascua; empero, un drama común se desarrolla en la piazza : Turiddu y Santuzza discuten en una tradicional escena de gelosia (celos) femenina. En medio de la rencilla doméstica irrumpe Lola, consciente, infiel e irresponsable pieza de un Hades que juega al ajedrez con los humanos, logrando que Turiddu le preste toda la atención de la que Santuzza carece.
Entonces se gesta el abandono, y con ella la deshonra puesto que se hace evidente que Turiddu no honrará en el altar sagrado la irreversible desfloración de la joven aldeana.
Jugando a tres bandas con el Destino, la despechada Santuzza deposita su drama personal en el marido de Lola: “Turiddu mi tolse, mi tolse l’onore...” (Turiddu mi quitó el honor). A partir de ese instante, la vorágine pasional no se reprime. Un lírico e inmortal intermezzo orquestal precede a la liberación del tiempo detenido, mientras el drama ronda la bucólica tarde de primavera.
Conviene recordar que el susodicho intermezzo es tal vez la página más célebre de toda la obra de Mascagni. A partir de ese instante mágico, el tiempo se suspende en relatividad einsteniana. Turiddu improvisa un brindis apologético sobre el vino, interrumpido abruptamente por la llegada de Alfio.
Entonces sobreviene lo tradicional: disputa, reto a duelo y mordedura de oreja, desafío sacramental de una “cavalleria rusticana”.
Finalmente se produce una conmovedora despedida de la madre, hierática figura de negro al mejor estilo de tragedia griega, y se oyen los gritos destemplados que anuncian el cumplimiento de la maldición: “Hanno ammazzato compare Turiddu!” (¡Han matado al compadre Turiddu!)
No existe una obra semejante a Cavalleria : es la síntesis perfecta del pathos de la retórica aristotélica con el drama cristiano. Si en la frase de Tito Livio –“Sicilia insula romanorum est”– se define su adscripción al imperio de los césares, lo cierto es que la isla mediterránea, crisol perfecto de razas y culturas, tiene en la ópera de Mascagni su definición más auténtica, más allá de ningún “padrino” de Mario Puzo o de cualquier héroe infantil de Giuseppe Tornatore.