El problema con el cine de hoy es que los buenos ganan, pero hay que preguntar quiénes son. Con tanto antihéroe que camina en el celuloide, los héroes ya no son como los de antes. Años ha, cuando la realidad y el cine existían en blanco y negro, los héroes de las películas del Oeste eran fácilmente señalables con los dedos de la infancia pues aparecían planchados cual sus camisas, nunca se terminaban las balas de sus revólveres y decían el parlamento-clave de las cintas del Far West:
–¡Atiza! ¡Los cuatreros han huido por la cañada!
Esa línea ayudaba mucho al desarrollo del léxico infantil pues uno salía del cine ya sabiendo decir '¡atiza!' y 'cañada', pero convencido de que había algo raro en la demografía de los cuatreros pues eran más, pese a lo que su nombre indica.
Uno sabía también que veía una auténtica cinta del Oeste pues gozaba de una desconstructiva pelea en un saloon y porque los granjeros buenos morían en el primer rollo.
Ahora, con la introspección autopsicoanalítica y la atormentada búsqueda de ellos mismos, los antihéroes exhiben tantas contradicciones que, si no fuesen personajes, serían programas de gobierno.
Los antihéroes son de tal jaez que, cuando por fin se encuentran a sí mismos, sienten ganas de devolverse (a veces, la sinceridad es mala consejera). También en el cine policial nos surgen los antihéroes; mas, francamente, uno no contrataría a un detective que fuese incapaz de encontrarse a sí mismo.
En el cine negro, el detective-antihéroe se complica tanto la vida, que nos da ganas de subirnos a la película y resolver el caso. El colmo de un detective es permitir que lo asalten las dudas.
Lo que pasa es que, en vez de seguir la pista de los malhechores (en el cine se aprendía a decir 'malhechores'), los vaqueros y los detectives antihéroes se ponen a discutir el libro La condición posmoderna, el caso nunca se resuelve y les echan la culpa a las estructuras sociales.
El primer antihéroe de todo niño que ha leído a Sigmund Freud es su padre (el del niño). Quizá por esto, el humorista español Perich decía que Edipo solamente tuvo problema generacional con su padre.
Hace un tiempo, una encuesta hecha entre locos por el cine estadounidense no dio como héroe epónimo a un llanero solitario ni a un detective popmoderno, sino a un abogado viudo en el racista sur norteamericano de los años 30: Atticus Finch, personaje encarnado por Gregory Peck en la cinta Matar un ruiseñor. La película se basa en la novela homónima de la señora Harper Lee (Premio Pulitzer de 1960).
En un juicio prejuiciado, Finch defiende a un negro acusado falsamente de haber violado a una blanca. En su alegato (cap. XX), Atticus sostiene que no todos somos iguales, y que, precisamente por esto, las leyes deben fingir que lo somos. El derecho da al débil la parte que le falta para que sea como el fuerte.
Un personaje de papel y celuloide nos da una lección emocionante y breve de lo que esperamos de una democracia: la igualdad de oportunidades para quienes hemos nacido desiguales; o sea, para todos.
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