El poeta joven aguarda más tiempo que América para ser descubierto, pero no le importa: ya arribará el Colón-editor con sus tres carabelas de papel, quien lo sacará del anonimato para ponerlo donde nadie lo recuerde pues la historia de la literatura tiene tan poca memoria que debería votar en las elecciones. La promesa literaria se diferencia de la promesa electoral en que la promesa literaria nunca llega, y la promesa electoral siempre pasa.
El joven poeta aguarda; sin embargo, el editor no surge: se hace esperar más que una segunda edición. El poeta joven ignora que el impresor siempre camina con pies de plomo.
Como fuere, el poeta joven no se desanima pues nunca descubrirá que los años que le faltan son los años que le sobran. No todos, claro, pero algún poeta joven escribe con voluntad de yerro.
El joven envía sus libros a juegos florales que serán oasis declarados desiertos. “Los bienes y las glorias de la vida / o nunca llegan o nos llegan tarde”, escribió el poeta Manuel González Prada cuando ya no era tan joven.
El poeta es fiel a sí mismo (este quizá sea su problema), mas, a veces, es un grave error ser fiel a sí mismo cuando hay tanta gente de donde escoger.
¿Por qué aún aguarda el joven poeta?: porque intuye que su hora al fin ha llegado –sí, pero a otra parte–. La ilusión consiste en ignorar que la fama siempre está a la vuelta de la otra esquina. La fama no suele ser justa; la fama es el populismo de la estética.
Al poeta, los años se le pasan cual las nubes del cielo: zodiaco de algodón que desfila bajo el vidrio azul del firmamento: una oveja-nube persigue a un muñeco de nieve redondeado por el Sol.
Cuando el gepeese de la fama al fin lo encuentre, el joven poeta quizá tenga el móvil apagado.
Pese a todo, algunos jóvenes poetas alcanzan un mejor destino pues la mala suerte no puede atender a todo el mundo aun teniendo la mejor mala voluntad.
Un locus (lugar) celebérrimo de los poetas es la caducidad de la vida: la juventud como un relámpago encendido sobre el atardecer fatal. Así, la juventud es una promesa que ya se nos pasó: Tempus fugit (el tiempo huye).
El símbolo de esa “fuga irrevocable” (la sentencia es de Quevedo) es la rosa, y la tocaron poetas decorados por la fama; pero ¿no fue también la rosa tema de los “poetas menores”, quienes hoy habitan las provincias de la historia?
Juan de Salinas (Sevilla, 1559-1643) jugó con singular ingenio pues trasladó la fugacidad de la rosa al jazmín: nadie lo había hecho antes . “Tú, que rosa y jazmín ves, / eliges la pompa breve / del jazmín, fragante nieve, / que un soplo al céfiro [viento fuerte] es”.
La fugacidad de la rosa y del jazmín termina siendo la autobiografía de los poetas menores. Nunca sabremos si, cuando hablaba de la rosa y el jazmín, el poeta menor –ansioso de eternidad– hablaba de sí mismo para que al menos el olvido lo recuerde.