José A. Gatgens Céspedes
Fabián Meza presentó hace pocas semanas su libro de crónicas con el que debuta en el mundo literario: Los verdugos de la verdad . Se trata de una colección de 13 historias a ritmo de crónica en profundidad –así le llama Froilán Escobar, maestro de Meza– o del nuevo periodismo o literaria, como se le conoce en otros latitudes.
Meza trabaja varios casos que tuvieron mucha presencia mediática, como el del atropello del político y empresario Antonio Álvarez Desanti y el juicio posterior. También –que me parece el trabajo medular– un testimonio que relata, en primera persona, la tragedia personal de la madre que perdió a sus hijos en la explosión de una estación de gasolina en Escazú y el vía crucis judicial que hubo después.
La crónica literaria es un híbrido que toma las herramientas narrativas de la literatura y la veracidad de la vida cotidiana para contar historias que van más allá de la noticia de un cuarto de página con estructura de pirámide invertida. En América Latina suele tener la particularidad de estar asociada a personajes marginados, inadvertidos, sin voz. La crónica literaria toma partido, no pretende esconderse en un lenguaje despersonalizado con ínfulas de veracidad y omnisapiencia y narra con detalle las circunstancias del personaje.
O como decía el desaparecido escritor y periodista Tomás Eloy Martínez, uno de los grandes maestros de la crónica y fundador junto con García Márquez de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano: “en los textos del nuevo periodismo la realidad se estira, se retuerce, pero jamás se convierte en ficción. Lo que allí se pone en duda no son los hechos sino el modo de narrar los hechos”.
Los casos de escritores periodistas y periodistas escritores abundan en nuestro subcontinente. Susana Rotker, investigadora venezolana, incluso le atribuye el invento de la crónica al cubano José Martí. Posterior a él, hay muchos ejemplos célebres, empezando por Rubén Darío, César Vallejo, pasando por Gabriel García Márquez y Rodolfo Walsh y llegando a los contemporáneos Alberto Salcedo, Josefina Licitra, Martín Caparrós, Juan Pablo Meneses, Juan Villoro y Leila Guerriero, para poner algunos nombres.
En Verdugos de la verdad , Meza hecha mano a la enorme galeta de casos que ha cubierto, ya sea como periodista de crónica roja en los medios de comunicación en que trabajó o bien como encargado de prensa del famoso abogado penalista Juan Diego Castro. Es una veta que sigue en estado caso virginal y que pocos periodistas y escritores han aprovechado en nuestro país, pero que, poco a poco, va dejándose desenterrar para ofrecer el brillo de sus historias.
Como escribí, la obra tiene como hilo conductor casos judiciales que Meza conoce al dedillo y les saca partido para –cual disco sencillo de acetato que puede tener una mejor canción en el lado B que en el lado A– no decir lo obvio, lo que ya se leyó en los noticieros y se observó hasta el cansancio en la edición de las siete de la noche. No, es el entretelón íntimo de lo que ocurre en la sala de juicios, en los pasillos, en las noches en que se mata la gente, de por qué el sistema judicial costarricense no funciona como se supone que debería serlo –a pesar de los millonarios presupuestos–, de lo que se callaron cuando el acusado y la víctima se volvieron a ver, de lo que sintió esa mujer cuando tenía el cuchillo en el cuello y fue violada tres veces.
El texto cuenta historias humanas, lejos del cliché informativo cotidiano al que están obligados los periodistas, que narra cinematográficamente las escenas íntimas, con un vocabulario sin remilgos ni correctos modales: cómo se ha sentido la madre durante casi una década de ir y venir de las salas de juzgamiento a la espera de que condenen al ciudadano que hizo algo incorrecto y que, lejos de sentirse culpable y enfrentar su culpa por el mal cometido, recurre a todos las estratagemas legales posibles para no ir a la cárcel.
Es un libro para conocer cómo funciona el nudo indescifrable de nuestro sistema judicial, lleno de meandros kafkianos, y para saber lo que piensa el periodista.
La obra intercala narradores, a veces en segunda persona, intimando en su yo; a veces la voz que cuenta la historia está en tercera persona o incluso en primera, para conocer lo que, en algunas ocasiones, en medios tradicionales no es posible ver: lo que piensan y sienten los que fabrican las noticias. A veces, el lado B de la historia, como los viejos discos de 45 revoluciones por minuto, ofrecen sorpresas.