A Charles Darwin le hubiese gustado conocer la isla del Coco: se habría encontrado allí con sus amigos pinzones, aves que nunca hablan, pero que le sugirieron la teoría de la evolución. Darwin los había encontrado en las islas Galápagos y entendió que cada subespecie del pinzón había variado para adaptarse a su ambiente (donde existían ciertos frutos, los pinzones tenían “picos de loro” para romperlos).
El célebre naturalista nunca llegó a la isla del Coco, y quien lo lamenta es el biólogo mexicano José Sarukhán Kermez en su libro Las musas de Darwin (cap. X) pues los pinzones de nuestra isla solitaria habrían confirmado las tesis de Darwin: no se han diferenciado pues se mezclan constantemente en un habitat único (en contraste, las islas Galápagos son 18).
En cambio, el doctor Sarukhán (se pronuncia Saruján) está familiarizado con nuestro país pues lo ha visitado en varias ocasiones desde 1965, cuando llegó para dictar un curso sobre una ciencia entonces muy exótica: la ecología.
José Sarukhán ha desarrollado una valiosa carrera en la biología y la ecología, y ha recogido títulos, galardones académicos y premios honoris causa como un imán que se pasea entre alfileres. Fue rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y hoy dirige la Comisión Nacional para el Conocimiento y el Uso de la Biodiversidad de su país. Sarukhán estuvo en Costa Rica para dictar una conferencia sobre el trabajo de aquella comisión, dentro de las actividades de la Feria Internacional del Libro. Conversamos con el notable científico.
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–Parece que Darwin tuvo muchas musas...
–Sí. Yo llamo “musas” a personas y a experiencias que lo inspiraron científicamente. Unas musas fueron las experiencias infantiles en su granja familiar, donde Darwin aprendió que se hacían cruces de animales para obtener individuos más fuertes y saludables.
En su libro, Sarukhán cita también las influencias ejercidas por Buffon, Lamarck, John Henslow y Charles Lyell; incluso por Thomas Malthus (1766-1834), perseguido por la mala fama pues se lo cree un ángel exterminador que justificó la muerte por hambre de los pobres.
A la inversa, Malthus sostuvo que el crecimiento demográfico debería reducirse mediante la educación y los servicios de salud. El biólogo mexicano afirma:
–La tesis central de Malthus es incontestable: todas las especies tienen un potencial de crecimiento exponencial, pero no lo tienen los recursos, de modo que se llega a un punto en el que la falta de recursos limita el crecimiento de una especie. En el caso del ser humano, ese punto se ha aplazado por el acceso a otros recursos, el avance industrial, el desarrollo tecnológico, el aumento de la esperanza de vida y la baja de la mortalidad infantil, entre otros factores; pero este aplazamiento no puede ser indefinido. En un planeta finito no puede crecerse indefinidamente.
–¿Qué puede hacerse: contener el crecimiento demográfico?
–Ese es un factor en el que se ha avanzado, pero no lo suficiente. La realidad plantea retos; por ejemplo, la responsabilidad de decidir cuántos hijos debe haber por familia a fin de que las personas gocen de las mejores opciones de vida. Debemos considerar también las “externalidades” de la industria y el comercio: los costos ambientales y sociales. No se los toma en cuenta; no se los incorpora en los valores de los bienes ni de los servicios.
–¿Por qué Thomas Huxley dijo que él había sido muy tonto al no percatarse de la teoría de la evolución natural?
–Porque es obvio que los recursos limitados no permiten que sobrevivan todos los individuos de una especie que tiende a aumentar. Logran vivir, y transmiten sus características, los más adaptados a las condiciones ambientales y a la competencia.
–La civilización atenúa las exigencias de la selección natural; así, por ejemplos, los miopes y los asmáticos sobreviven ahora.
–Sí, y es justo que sobrevivan los que sufren desventajas, pero esto no se permite en la naturaleza.
–Hace cien años se hablaba del “darwinismo social”: la idea de que sobrevive el más fuerte, no el más apto. ¿Subsiste esa creencia?
–Ha desaparecido como una idea dominante, pero continúa la tentación de justificar abusos apelando a la teoría de la evolución. Los más fuertes y los más grandes no siempre sobreviven en la competencia. Los dinosaurios afrontaron un cambio climático que los privó de gran parte de sus alimentos: eran más fuertes que los mamíferos, pero se extinguieron.
–Darwin tuvo razón, pero no sabía exactamente por qué; es decir, ignoró el mecanismo de la herencia, el ADN.
–Así es, pero ya antes se tenían algunos indicios de esos mecanismos. Recordemos los descubrimientos que Mendel hizo con semillas.
–¿Existe una naturaleza humana?, ¿ nacemos con instintos?
–Depende de nuestra idea de “naturaleza humana”. Si la entendemos como los comportamientos, existen muchas naturalezas. Una parte de nuestro contingente genético es común, pero mucho más depende del entorno en el que nos desarrollemos: la familia, los amigos, la educación... Somos más productos del medio que de los genes.
–Lo prueban los gemelos criados separadamente.
–Sí. Tenemos unos 30.000 genes, pero también miles de millones de conexiones neuronales que nos hacen dar respuestas instantáneas a estímulos: ninguna está determinada. Sobre estos asuntos hay un libro muy útil del científico norteamericano Paul Ehrlich: Human Natures [Naturalezas humanas, Fondo de Cultura Económica], que resalta nuestra variedad.
–¿Qué conclusiones éticas podríamos extraer de la teoría de la evolución?
–Somos parte del proceso evolutivo, y, en algún momento, el desarrollo del cerebro comenzó a permitirnos creaciones culturales y técnicas. Estas nos plantean deberes éticos ante la naturaleza, ante nosotros y ante los seres humanos del futuro. Cuidar la naturaleza es cuidarnos a nosotros mismos.
”Yo no soy muy partidario de una suerte de “biocentrismo”, según el cual lo único que debe importarnos son las demás especies. Sí deben importarnos, en parte pues de ellas recibimos beneficios, pero también tenemos responsabilidad ante la especie humana.
”La idea de “especie humana” es importante pues mucha gente no se ve como parte de ella, sino como parte de un país, una raza, una clase o una religión. Otro error es la idea de que la especie humana es la cima de la naturaleza y de que, por tanto, estamos autorizados a tratarla como se nos antoje”.
–¿En cuál punto del deterioro ambiental estamos?
–En una situación grave. Encaramos costos económicos y sociales, como las muertes de decenas de miles de personas por el cambio climático. Recordemos el desplazamiento de millones que pierden todo por la desertificación o por un cataclismo: son refugiados ambientales. Sumemos luego los costos económicos, como carreteras que se destruyen y como puentes y edificios que se caen. El negocio que mejor detecta los riesgos es el de los seguros, y ya suele rechazar contratos vinculados a zonas de peligro.
–¿Cuáles serían entonces las tareas de los ciudadanos y de los gobiernos?
–Esto es como el huevo y la gallina: qué fue primero. Los ciudadanos debemos comprender cómo nuestra forma de vida impacta en el ambiente y en la existencia de otras personas, económicamente marginadas.
”Más de la mitad de la población mundial vive en ciudades: casi no tiene contacto con la naturaleza e ignora lo que implican las demandas destinadas a mantener su estilo de vida. Esta ignorancia es enormemente antiecológica, y los ciudadanos debemos cambiar.
”El control que apliquen las personas es la mejor garantía para la protección del ambiente. Claro está, ayudar a la gente a comprender esos problemas es una tarea de gobiernos ilustrados”.
El doctor Sarukhán extrae otra conclusión ética: “Nuestro comportamiento ha sido condicionado para responder a las necesidades alimentarias de nuestros hijos, pero difícilmente a las de los niños que mueren de hambre en Biafra. Sin embargo, tenemos la responsabilidad de atender también estas demandas”.
La misma generosidad con todos no es natural, pero conquistarla será la coronación de la ética.