Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com
Es una paradoja que un castillo sea una cárcel en sus ratos libres, pero así ocurría cerca de París, en el castillo del pueblo de Vincennes . Ha de saberse que tal castillo estaba privado de las más elementales comodidades que exigen los fantasmas de los castillos escoceses, estos sí dotados de brumas adecuadas para asustar como esperan los turistas a la medianoche. Empero, rara vez hay decepciones porque, si el turista no se aterra por los fantasmas, para eso están los precios. La niebla escocesa es la sábana que cubre los castillos de fantasmas.
Otra inconveniencia con el castillo de Vincennes era que los espectros carecían de cadenas pues las llevaban los presos. Como fantasma, uno no se siente igual arrastrando solamente cadenas, que arrastrando cadenas con presos que se quejan de su situación y piden más visitas. Para trabajar así como fantasma, hay que tener paciencia de santo.
El castillo de Vincennes presentaba otra otra diferencia esencial: en octubre de 1749, en él estaba preso Denis Diderot , quien sería el creador de la Enciclopedia , monumento de papel a la razón.
Diderot estaba preso porque había escrito un folleto sobre ciegos. En él consideró imposible celebrar la Creación si se carece de la vista, y añadió que las ideas se adquieren por la experiencia de los sentidos, no por revelación.
Un visitante del prisionero era su amigo Jean-Jacques Rousseau , quien, caminando de París a Vincennes, sintió una “iluminación” que –dijo– le reveló las ideas que desarrollaría en sus libros.
Al llegar a Vincennes, Diderot animó a Rousseau a enviar un ensayo a un concurso que invitaba a esclarecer la importancia de las ciencias y las artes. Sin embargo, Diderot cometió un grave error: aconsejó a su amigo que, para ser distinto, denostara las ciencias y las artes como enemigas de la humanidad. Rousseau siguió este “consejo cínico”, escribe Mario Bunge en sus Memorias (p. 326).
El fatal resultado fue el Discurso sobre las ciencias y las artes, con el que Rousseau ganó el concurso y rondó la fama.
Lo que tal vez fue una humorada de Diderot, se tornó convicciones en Rousseau: el elogio de la vida simple, primitiva, y el odio contra las ciencias y las artes, que mataron la inocencia de la humanidad: “Los males son causados por nuestra vana curiosidad”, escribió –o sea, el mito del Paraíso Terrenal redactado en francés–.
El autoritarismo que predicará más tarde Rousseau se comprime en su elogio de la brutal Esparta, que “expulsaba a las artes y los artistas, a las ciencias y los sabios”. Al fin, Rousseau inventa esta oración: “Dios, líbranos de las luces y de las funestas artes, y devuélvenos la ignorancia”.
La ruptura de Rousseau con los filósofos iluministas será total: “Comenzando con una celebración de la libertad, Rousseau creó una distopía de la severidad estalinista”, opina el historiador Philipp Blom en su libro Gente peligrosa (cap. XII). A veces, la gente buena, como Diderot, puede tener malas ideas. El racionalismo posterior de Diderot y sus amigos fue la refutación de los delirios de un enemigo de las ciencias.