El gato es un boceto de tigre que se mueve ondulante, de modo que, si nos pusiéramos cuánticos, el gato sería partícula y onda a la vez. Solo el gato entiende qué se traen las ondas del mar, de modo que puede caminar sobre las olas. Cuando va sobre los techos, el gato es una capa de mago que ondea bajo la Luna. Por su gracia ondulatoria, la tilde de la ñ es el monumento que el abecedario erigió en honor del gato.
Al gato –tan sabio para muchas cosas– le informaron mal, y él mira la Luna creyendo que es de queso y por si aparecen los ratones. ¿Dónde estarán los gatos que saltaron sobre la cimitarra de la media Luna?
No es que el gato sea un hombre de pocas sílabas: es que tiene mucho que decir, mas, como es buen psicólogo y nos conoce demasiado, sabe que nosotros preferimos hablarnos primero. El gato comprende que el yo del ser humano tiene su otroyó y que, con frecuencia, ambos se ponen a hablarse a la vez. El gato se va por los techos cuando el ser humano se va por las ramas.
El ronroneo del gato es el genial invento del monólogo interior: don James Joyce llegó después con sus últimas páginas de Ulises entre las manos para que su gato las juzgase, mas el gato se negó pues los monólogos interiores se parecen en que ninguno aprendió la puntuación.
El gato es independiente cual nacionalista catalán, así que el nacionalista catalán es un gato que prefiere ser cabeza de ratón.
El gato es la distancia más silenciosa entre dos puntos, y camina como si hubiese roto algún florero.
En una conferencia de 1932 sobre Góngora, el pianista-poeta García Lorca censuró: “Los beethovenianos empedernidos, en sus éxtasis putrefactos, dicen que la música de Claudio Debussy es un gato andando por un piano”. Empero, no vemos la ofensa inferida ni a don Claude ni a los gatos, quienes siempre saldrán indemnes de los alambrados de los pentagramas.
Para un refrán, de noche, todos los gatos son pardos; pero el filósofo Arthur Schopenhauer fue más allá pues creyó que el gato con el cual jugaba era el mismo que había posado para que los egipcios se inventasen la diosa Bastet , de cuerpo de mujer y cabeza de gata. (De paso de gato sea dicho, parece que la palabra ‘gato’ es de origen egipcio.)
El gato es el hombre de mundo de los felinos, y lo tiene más propio que los perros, siempre pendientes del mundo de sus amos. Contra esa independencia señorial, algún resentido inventó un refrán desdoroso: “La curiosidad mató al gato”.
Sin embargo, la curiosidad es el vicio que más se parece a una virtud: sin curiosidad no habría conquistas científicas, y las naves espaciales estarían hechas de sílex y fabricadas por Pedro Picapiedra.
La curiosidad científica llevó al provecto Ulises a organizar una expedición de viejas glorias que navegó tras las columnas de Hércules y se precipitó en el abismo oceánico, pero sabiendo ya qué había (Dante Aligheri: Infierno, XXVI, 56-142).
La curiosidad no mató al gato: lo hizo más sabio. Cuando nos calumnien la curiosidad científica, cuando nos griten: “¡Más allá hay monstruos!”, habrá gato encerrado.