Carlos Francisco Monge cfmonge@hotmail.com
La virtud de los grandes poetas es que, pese a ser mortales, sus palabras los sustituyen y salvan su nombre del olvido burocrático. Entonces, los poemas empiezan a contar verdaderamente, liberados de la persona que los escribió y, con frecuencia, al margen de su biografía.
El pasado 24 de octubre falleció en Madrid, a sus 92 años, Carlos Bousoño, un brillante poeta español y un magnífico estudioso de la literatura. Envidiable su existencia: vivió con la poesía, por la poesía y de la poesía. Fue uno de esos casos de quien desde su adolescencia hasta los últimos días de su vida escribió como una vocación y un deber.
También desde temprano comprendió que para ganarse el pan se dedicaría a la docencia y, junto a ella, a la crítica literaria. Fue profesor universitario durante más de medio siglo, autor de innumerables artículos y de una docena de libros imprescindibles para todo el que estudia la literatura peninsular.
El río de la verdad. Pese a su natural afabilidad y optimismo, Bousoño les dio a algunos de sus libros de poemas títulos más bien graves: Primavera de la muerte , Oda en la ceniza, Invasión de la realidad, Las monedas contra la losa , y buena parte de su poesía es una aprensiva interrogación sobre el destino humano. Dudas, temores y desconfianza ante la realidad incomprensible; afirmación de la condición humana pese a la incertidumbre, el azar o la inminencia inevitable del tiempo en la existencia.
Sus primeros libros fueron tímidos y marcados por la religiosidad de su temprana formación: Subida al amor (1945), Primavera de la muerte (1946), Noche del sentido (1957), pero luego su poesía empezó a crecer como un río poderoso, y quedaron atrás los versos breves, las sugerencias y el oculto simbolismo, para adentrarse en la historia, en el insoslayable presente: Invasión de la realidad (1962), Oda en la ceniza (1967), Las monedas contra la losa (1973), Metáfora del desafuero (1988).
Historia de pupitres. Aunque dictó lecciones, en breves temporadas, fuera de España (Massachusetts, Nueva York, Tennessee), toda su vida de profesor la pasó en la Universidad Complutense de Madrid . Durante casi medio siglo dictó sus clases en la Facultad de Filología Española, en un salón cada año más lleno de estudiantes, sabedores del espectáculo de sus palabras.
Sus alumnos se cuentan por millares, y entre ellos debe de haber veinte o treinta que se convirtieron después en grandes novelistas, excelentes poetas, eminentes filólogos, críticos de literatu-ra, profesores de letras, historiadores y hasta filósofos. Flotaba la sensación de que su salón de clases, más que una galería de pupitres y de miradas atentas, se iba convirtiendo en un templo de saber.
Bousoño fue de esos raros casos de un hombre cuya presencia dejaba la impresión de no estar ante un pedagogo ni un ilustre académico, sino ante un sabio anacrónico. Con entusiasmo hablaba de lo que tuviese que ver con el lenguaje poético, desde una corta metáfora hasta una época literaria.
Bousoño estudió como pocos a Lope de Vega , a Quevedo , a B écquer , a Antonio Machado , a Juan Ramón Jiménez , a V icente Aleixandre . No guardo duda alguna de que también se estudió a sí mismo.
Para descifrar enigmas. En los anaqueles de todas las buenas bibliotecas de letras figura su imprescindible Teoría de la expresión poética , tratado que sucesivamente fue ampliando hasta alcanzar dos tomos nutridos de conceptos, especulaciones y hallazgos, sin perder en una sola página la amenidad de quien de veras explica, como lo hacía ante el auditorio.
Teoría de la expresión poética es una obra que no envejece y que deberían leer, con la misma atención y cuidado, los estudiosos de la literatura y los poetas, tan poco dados muchos de estos a meditar sobre el lenguaje poético, confiados en la inspiración, la espontaneidad, la magia y otras lindezas.
Bousoño fue un ejemplo para todos: un poeta que desarrolló una extraordinaria obra, un pensador adentrado en los laberínticos senderos del lenguaje poético y un profesor que unió el entusiasmo, la paciencia y la sonrisa para explicar el sentido de la lírica. Hay quienes le reconocieron solo alguna de sus facetas, tal vez por ignorancia, quizá por mezquindad. Fue, y él lo supo en lo profundo de su alma, principalmente un poeta; quiso adivinar los enigmas del lenguaje de la poesía a la que amó y por la que seguramente habrá de pervivir.
El autor es poeta y ensayista costarricense.