Fernando Rodríguez frodriguez@centrodecine.go.cr
Según los últimos descubrimientos ocurridos en las cavernas de la península ibérica, las primeras pinturas rupestres datan de hace 40.800 años; 39.000 años después, en 1654, Atanasuis Kircher abre su carpa al público para mostrar su más reciente invento: la “linterna mágica”. Algunos cientos de años más tarde, en la noche del 28 de diciembre de 1895, los hermanos Lumière hacen públicas las historias que habían recolectado con ese otro artilugio llamado “cinematógrafo”, evento que muchos autores consideran la génesis del arte cinematográfico, tal y como lo concebimos hoy.
Así nacieron los cineastas, artistas dotados del don de entretener a la audiencia con sus ficciones –o con las de otros–. En 1899, un texto escrito para el teatro es trasladado por primera vez a imágenes silentes en movimiento, en el drama King John , de William Shakespeare, registrado mediante el cinematógrafo por Herbert Beerbohm Tree.
Desde esa fecha, Shakespeare se convierte en el autor más representado en el cine. Hamlet registra 18 adaptaciones cinematográficas mientras que Romeo y Julieta contabiliza 15.
Eso ocurre porque ambas artes se nutren de un mismo principio: la acción. Precisamente a través de los labios de Hamlet, se pronuncia ese principio básico de la representación: “Que la acción corresponda a la palabra, y la palabra, a la acción” ( Hamlet , acto III, escena II). De esta manera se inicia una larga y fructífera colaboración en la que el teatro aporta una historia construida bajo las directrices que Aristóteles dictó en su Poética.
El fenómeno de traslación de un hecho teatral a una acción cinematográfica se presenta también en la comedia. Basta recordar que Charles Chaplin , una vez consolidado como figura cinematográfica, se dirige a sí mismo en A Night in the Show (1915), filme que es –ni más ni menos– la reproducción en celuloide de uno de los actos de variedades que lo hizo famoso en los Estados Unidos, cuando trabajaba como actor escénico para Fred Karno.
Un hecho natural. En el ámbito latinoamericano hay muchos ejemplos célebres al respecto, pero basta citar la transposición al cine de los interludios cómicos de Cantinflas y Manuel Medel en Águila o Sol (Arcady Boytler, 1937) o las andanzas de Luis Sandrini en ¡Tango! (Luis José Moglia Barth, 1933).
En nuestro país, este fenómeno ha sido tangible con ejemplos destacados y variables. Podemos citar como modelo pionero La Segua, cinta de Antonio Yglesias (1984) basada en la obra homónima de Alberto Cañas: una adaptación fiel a la atmósfera y la caracterización de personajes que el escritor propone en su texto, así como un esfuerzo de producción notable para la época.
De igual forma, el público de nuestro país ha observado puestas en escena de creación muy reciente, incluso antes de su adaptación cinematográfica. Un buen ejemplo es Duda, de John Patrick Shanley (2004), presentada en San José pocos años después de su estreno mundial, con la participación de Melvin Méndez interpretando el personaje que Philip Seymour Hoffman encarnaría en la versión cinematográfica, dirigida por el mismo Shanley y estrenada en el 2008.
En el siglo XXI, la adaptación de textos teatrales para su exhibición en una pantalla de cine se vuelve un hecho natural y la frontera entre ambos se confunde.
En muchas ocasiones, una puesta en escena teatral requiere elementos y formas cinematográficos mientras que, en otras, los autores de cine hacen lo inverso. Ejemplo clásico de este fenómeno es Dogville, de Lars von Trier (2003).
Uniendo esas características, el ejemplo más reciente en Costa Rica es El chico de la última fila , del dramaturgo español Juan Mayorga, estrenada en el 2012, el año del lanzamiento de En la casa , adaptada por François Ozon y protagonizada por Fabrice Luchini y Kristin Scott Thomas.
Así, la simbiosis entre ambos medios expresivos parece haberse perfeccionado. En el pasado, el cine se había nutrido del teatro, pero ahora pone, al servicio del dramaturgo, una acción interrumpida en cada momento con repetidos flash backs y flash forwards , que permiten el desarrollo de una misma escena en distintos lugares, en tiempos variables y sin pulsos constantes.
Creador y público. Un profesor de literatura enseña a sus alumnos cómo redactar un ensayo. Lleva años haciéndolo y continúa con desgano su faena. En una de sus clases encuentra un pupilo que le intriga: un joven rebelde interesado en quebrar los límites más allá de lo permitido.
Poco a poco, ambos se ven motivados a llevar la redacción más allá del simple reporte de fin de semana y se introducen en la vida de una familia de apariencia convencional. Su intromisión los lleva lejos y, mientras el profesor imparte su cátedra aristotélica de la construcción dramática, ambos empiezan a desempeñar los papeles de receptor y emisor, público y actor, víctima y victimario, roles compartidos e invertidos constantemente en el filme.
Tanto en la obra teatral El chico de la última fila como en la película En la casa , la “destrucción” de las formas que imponen los estilos contemporáneos hace que la línea divisoria entre cine y teatro se torne indefinible. Estamos en presencia de un metalenguaje en el que nunca sabemos si hablamos de cine o de teatro; un metalenguaje que va más allá de las convenciones y del contenido mismo.
Siguiendo al teórico teatral José Sanchis Sinisterra, esa ruptura de formas “ha crecido hasta dejar impúdicamente al descubierto la falsa carpintería verosimi-lista de un arte que solo afirma su verdad al confesar que miente; de un simulacro que solo exhibiéndose como tal puede llegar a convencer, a conmover, a insertarse en la realidad… para desenmascarar sus innumerables simulacros” (La escena sin límites , p. 262).
Lo mismo pasa con los protagonistas de la película En la casa : mienten mientras dicen la verdad, y su realidad parece ser parte misma de una ficción. Los actores se convierten en el público de una representación orquestada por una mano diabólica o divina, dependiendo de cuál rol debe interpretarse y en qué momento debe hacerse.
Además de ser una referencia clara de simbiosis artística, En la casa es una muestra de la evolución del cine hacia un espacio de introspección y de comunión entre el creador y su público; un laboratorio, algunas veces siniestro, donde el tiempo y el espacio rompen las reglas de lo establecido, haciéndonos partícipes de un evento que incide en nuestras vidas como obra artística y como experiencia emocional.
Entonces es cuando regresamos a ese tiempo que quisieron inmortalizar nuestros ancestros, imprimiendo sus manos en forma consecutiva en las paredes de una caverna.
‘En la casa’ se proyectará en la Sala Gómez Miralles del Centro de Cine (barrio Amón, avenida 9, calle 11, detrás del INS, San José) el sábado 22 de agosto a las 7 p. m. La entrada es gratuita.