Carlos Francisco Monge cfmonge@hotmail.com
De la inspiración a la fabricación. Para hablar de los libros, es necesario distinguir entre dos nociones: el libro como obra y el libro como objeto. En el primer caso, estamos ante una creación del intelecto: un tratado de filosofía, un estudio de química molecular o una novela; en el segundo, puede ser un mamotreto, un tomito primorosamente decorado o un manual de bolsillo.
Cuando un poeta o un novelista proyectan escribir un libro, no piensan en un número de páginas ni en un formato particular; piensan en una labor creadora, en la imaginación hecha palabras y universos de sentido. En cambio, el operario de imprenta realiza cálculos sobre el tamaño, el papel, la tipografía, el encuadernado; trabaja en el objeto que saldrá de las máquinas. El editor está entre ambas aguas: reconoce y elige una obra, y la pone a circular según razones estéticas, históricas o comerciales. Hacer un libro significa, entonces, concebirlo y escribirlo; o bien, fabricarlo.
En el Quijote encontramos esas mismas distinciones. En el significativo pasaje dedicado al escrutinio de los libros (el capítulo VI, de la primera parte), el narrador clasifica los libros según criterios similares: hay libros pequeños y grandes, los hay bien encuadernados. Como si fuesen objetos demoníacos, alguien trae una escudilla de agua bendita para rociarlos; también hay quien pide quemarlos.
Pero, en seguida, el cura y el barbero –ellos buenos lectores– se refieren a los tomos por su condición de obras. Así, comentan sobre los libros de caballería, de historia, de poesía, y, desde luego, del daño o beneficio que ejercen en sus lectores, como en el dueño de aquella biblioteca, quien duerme en otro aposento.
Bajar la biblioteca universal. En las conversaciones de café, y tal vez de modo involuntario, al hablar del presente y del futuro del libro, tendemos a pensar en el objeto, en el convencional tomo encuadernado, con portada y lomo impresos, cosido o engomado, con papel de cierta calidad, color y hasta aroma.
Se nos formó como lectores del papel impreso; por ello nuestros mentores nos conminaban a cuidar aquellos materiales, al mismo tiempo tocables e intocables: se los protegía con buenas cubiertas, se los guardaba en el lugar exacto de limpios anaqueles, había que manipularlos con el esmero debido, y cien reglas más.
Los libros especiales (por su escasez, por su valor bibliográfico), las primeras ediciones, los incunables, los ejemplares con autógrafos, etcétera, se convierten en objetos de atención, hasta la idolatría a veces. ¿Cómo no preservar una edición original de Petrarca, Voltaire o Tolstoi ?
También hay libros ricos (las impresiones de lujo) y pobres (las modestas ediciones populares, incluidas las ediciones clandestinas o piratas), pero la historia de cada uno de ellos queda ligada inevitablemente a esa idea que se bifurca entre el libro-tomo (objeto) y el libro-creación (obra).
Hoy día han cambiado un poco las cosas: por un lado, los formatos; por otro, nuestras lecturas. Como en muchos otros aspectos, las nuevas tecnologías han transformado el modo de comprender la realidad y relacionarnos con ella. Esto no es nuevo; tal ha sido la historia de nuestra especie, y puede que la de otras.
La paulatina reducción del tamaño del libro, desde los primeros impresos mediante tipos móviles hasta hoy, ha pasado de grandes y pesados tomos a pequeños manuales de bolsillo.
Con las tecnologías contemporáneas, se ha abandonado el papel para almacenar las obras (esta vez sí, las obras) en comodísimos instrumentos electrónicos: computadoras de escritorio, tabletas, discos compactos, dispositivos de memoria (las denominadas “llaves maya” en nuestro terruño), etcétera. Hoy día, la Internet es, más o menos, aquel viejo sueño de Borges de una infinita biblioteca universal. Con la normalidad con que se podría pedir una taza de café, hoy día se habla de los «libros virtuales». ¿Habrían comprendido esto Cervantes, Dickens o Proust?
Erotismos inciertos. ¿A qué se debe, entonces, la alarma o la incredulidad de algunos por que el libro impreso vaya a esfumarse? En pura lógica, la pluma estilográfica no dejó de fabricarse ante la invención de la máquina de escribir, ni siquiera con la llegada del cómodo bolígrafo.
Así, puede que ni el disco compacto ni la tableta lleguen a borrar del mapa cultural los tomos impresos y menos aún las bibliotecas o las librerías. Lo que podría desintegrarse es una práctica cotidiana y habitual: leer sobre el papel impreso, hojear el tomo, pasar las páginas, con el índice y el pulgar húmedos, marcar la lectura con alguna tarjetilla, hacer anotaciones en manuscrito al margen, etcétera.
Todavía existen nostálgicos para quienes los libros hay que acariciarlos, olfatearlos, acercarlos al pecho y otras lindezas. Bien mirado, un libro se lee; no se manosea en plan erótico.
Ante los desasosiegos apocalípticos por el declive del libro impreso, esbocemos algunas respuestas. Una tendría que ver con razones comerciales: el riesgo de que se afecte peligrosamente una compleja y lucrativa actividad industrial y comercial, tal como la conocemos hoy.
Otra respuesta tiene que ver con las apuntadas razones estéticas; se desvanecería una actividad asociada a la creación de objetos que proyectan placer, vanidad y hasta el erotismo bibliófilo mencionado. La inmensa tradición de las artes gráficas asociadas a la producción de libros se reduciría a pieza de museo.
Una tercera razón, quizá demasiado terrenal: por el escepticismo ante las nuevas tecnologías, que hacen lento y difícil pasar del papel a la virtualidad digital, y con ella a la siempre buscada comodidad. Hoy día, se lleva la biblioteca universal borgiana en el pequeño teléfono móvil; un astronauta preferiría un disco compacto en su cápsula espacial, más que unos anaqueles de donde saldrían flotando los libros de papel.
Bibliotecas de cartón. ¿Es que importa más el libro que su lectura? Ya de esto hacía mofa, con proverbial gracia, Tomás de Iriarte en su fábula «El ricote erudito»: por ahorrar en comprar libros para su biblioteca, un acaudalado, tan ignorante como pretensioso, mandó pintar en cartones los tomos de su falsa biblioteca. Es lo que se hace en algunos platós televisivos de hoy día.
Hay otros que, sin ser libros fingidos, fingen ser libros. Son las novedades “consumibles”, las de supermercado; aquellas con las que se responde “¿Qué hay de nuevo?”, en vez de “¿Qué hay de bueno?”. Obras convertidas en dentífricos, edulcorantes o toallas de papel. Son –qué le vamos a hacer– hijas de nuestra historia, y así lo ven quienes las conciben, las promueven y las comercializan. Hoy nos prometen la silueta perfecta, mañana la abundancia, después el cielo.
El autor es poeta y ensayista costarricense