“Es un pecado explicar un poema propio”, dijo cierta vez Octavio Paz. “Usted ya ha pecado antes”, le replicó un periodista; es decir, alguien de esa gente que nunca falta.
Como fuere, de san Juan de la Cruz pueden decirse dos cosas, una más incierta que la otra: 1) parece que ya no hace milagros porque 2) su milagro supremo es su poesía.
En su libro Política poética , el aedo Juan Ramón Jiménez insiste en que son pocos –apenantemente pocos– los vates que son “poetas puros” en el idioma español, y uno de ellos es san Juan de la Cruz; otro, Gil Vicente, quien ya en el siglo XVI se puso multicultural y antihegemónico pues escribió en portugués y en castellano; y, si uno sigue la pista, terminará ante don Juan Ramón Jiménez esperándolo al final de su libro como un autopersonaje.
La poesía pura no siempre ha tenido buen ambiente, acusada como ha sido de ser huidiza de la realidad y evasora del impuesto del compromiso social; pero esta condenación no debe preocuparnos demasiado pues va y viene con el tiempo, que no tiene cuándo acabar, y por esto se aburre de sí mismo y se la toma con la poesía pura.
Los propios aedos del Romanticismo solían estar felices de languidecer a plazos bajo un balcón punteado de golondrinas, pero algunos de ellos –como Espronceda y Victor Hugo– supieron dar lecciones de civismo en las luchas por la libertad.
En cualquier momento de un domingo –como este– cabría preguntarse si del otro lado del arco iris de la cultura –la ciencia– hay un hermano gemelo y lejano de la poesía pura; y quizá lo sea la ciencia pura, soñadora, cavilosa y levitante, a la que la ciencia aplicada y la tecnología le esconden los lentes.
En Europa, el primer científico puro fue Pitágoras, quien –sin tener dinero– se puso a hacer números; mas los pitagóricos mostraron un lado obscuro, autoritario, en las ciudades que cayeron a sus pies.
Más tarde, Demócrito formuló el epítome de la curiosidad científica per se : “Preferiría comprender una sola causa que ser el rey de Persia”; y, para los griegos, Persia era el paraíso alucinante del derroche.
En su libro Cuando la ciencia nos alcance , II, 54), Shahen Hacyan menciona la tragedia de Lev Landau, físico soviético fascinado por el “inútil” cero absoluto. “Por defender el ejercicio de la ciencia pura, Landau fue despedido”, dice Hacyan, y poco después fue asesinado por el régimen estalinista. ¿Para qué sirve la poesía pura?, ¿para qué sirve la ciencia pura? “¿Para qué sirve un recién nacido?”, preguntó/ respondió Michael Faraday cuando alguien quiso saber para que servía su “inútil” electrificación de los imanes: nuestra electricidad.