Leo un diario de viaje: Peregrino a Oriente (bitácora de viajes por Asia y un poquito de París) del narrador y ensayista costarricense José Ricardo Chaves, avecindado desde hace décadas en México.
“Costa Rica es mi patria, el lugar de mis ancestros, pero México es mi país”, afirma al cabo de uno de los viajes que cuenta en este breve y disfrutable libro.
De José Ricardo Chaves me gustan sus ensayos y novelas, entre estas últimas Los susurros de Perseo y Faustófeles , si bien tengo gran preferencia por sus Cuentos tropigóticos, que editó la Universidad Autónoma de México en 1997.
En toda su obra, este escritor expresa su preocupación por los asuntos del espíritu, manifiestos en ámbitos no tan alejados como se pensaría que son la literatura fantástica y las disciplinas orientales.
Uno de sus grandes intereses es el budismo, del cual es estudioso muy serio, autor incluso de una breve antología narrativa centrada en Buda ( La leyenda de Buda en la literatura hispanoamericana , 2011, UNAM) así como de textos sobre Madame Blavatsky (la creadora de la doctrina esotérica llamada teosofía), y practicante de manera particular.
En un apartado de este diario de viajes escribe: “No obstante, a nivel personal, el nirvana no me obsesiona como un fin en sí, y creo en la validez de incidir en el mundo samsárico (el mismo de Gregorio Samsa, el personaje de Kafka) por vía de la historia, la imaginación, el arte”.
Más adelante: “Se trata, como diría Longchenpa, de agotar la adicción al samsara, cuando nirvana no es sino ejercer la libertad ontológica del mundo: reflexionar, escribir, testimoniar mi tiempo cultural, mi linaje de ideas, las formas históricas de mi deseo, sin miedo ni expectativa, desvanecerme en luz de tinta y abismo”.
Así, en este libro de viajes al Tíbet, India, China y París, encontramos un curioso equilibrio entre el viajero secular; el que carga maletas, come y duerme en hoteles y tiendas de campaña a mitad de un ascenso no siempre pausado; el que vive el asombro de lo diverso y lo imponente; el que goza y padece a sus compañeros de viaje, y aquel devoto que realiza también una peregrinación; es decir, que cumple las distintas etapas de sus meditaciones y rituales; el que sabe por mil lecturas, referencias, maestros, gurúes y meditaciones, qué encontrará, cuál es el rumbo de su sed espiritual, por decirlo de alguna manera.
Por él conocemos a los distintos Budas y sus templos, el interior del palacio que debió abandonar el Dalai Lama, el sentido de la felicidad luego de tocar con la frente a un Buda determinado.
Ese carácter múltiple, el del viajero curioso, el místico y el escritor que observa y se observa, le da al libro un sabor desusado. Ya la literatura es, en sí misma, un viaje, y, al recorrer las páginas de un libro, cumplimos un tránsito interior.
No necesita uno ser un experto budista para percibir los múltiples significados que se suceden en este periplo y gozar de sus estancias y la belleza de sus imágenes, así como de situaciones difíciles de imaginar para quienes no tenemos planeado viajar al Himalaya, algunas de ellas no exentas de humor, como la neurosis doméstica del lama tibetano (“el maestro que mi karma me ha deparado”) o la irrupción del Mundial de Futbol en el grupo de los viajeros y otros detalles no menos interesantes.
El capítulo que diariza el viaje a la India posee también la noble familiaridad con lo sagrado y solo se detiene lo indispensable en aquello que agobia a los viajeros occidentales: la miseria, la mugre, los cadáveres; de alguna manera, nos ayuda a caminar entre ellos buscando cosas distintas.
Cuando leí los Cuentos tropigóticos , hace muchos años, escribí: “José Ricardo Chaves es un narrador pulcro, pausado, que se ha colocado en la estrecha línea que separa a la vida de la muerte, y cuenta sus historias desde aquella inocencia fundamental del que solo observa, sorprendiéndose de lo que en ellas ocurre, y sorprendiendo de igual manera al lector, como quien abre una ventana donde todos ven una pared”.
Esas mismas palabras se podrían aplicar a Peregrino a Oriente : una narración en la frontera, ni el diario del viajero tradicional, ni el camino iluminado del peregrino, sino una puerta que se abre a otros mundos; o una maleta literariamente iluminada que va y viene del mexicano Oriente al Oriente de los europeos, haciendo una parada indispensable en el cementerio Père Lachaise, de París.
Tomado de La Jornada Semanal, México.