Escribir es rellenar. Esto pensé e incluso dije alguna vez cuando acababa de aparecer una novela mía. Tanto para el lector común como para el autor más severo, la frase puede sonar despectiva, barata y aun banal. Sin embargo, dudo mucho que haya algún novelista que no se percatara en un tramo del libro que estaba escribiendo de que ponía palabras con el objetivo principal de asfaltar el camino entre dos puntos de su relato, con esa conciencia utilitarista de estar dando peso específico a una estructura (la de su novela) que solo completada justificaría sus páginas menos vistosas.
En Extinción , Thomas Bern-hard dedica 600 páginas a narrar la antesala de un entierro, y tiene tanta importancia lo que en ellas se dice como el hecho de que sean varios cientos. Se escribe para retener desenlaces.
La idea estructural se impone sobre la veleidad de la escritura, que discurre supeditada a un propósito mayor que, en muchos momentos, la vuelve ancilar. Lo esencial es completar la figura.
En la novela realista, el “relleno” se emplea para separar los clímax de la narración, pues la estructura de la novela es aquí un patrón. Hay páginas aburridas en La regenta como hay páginas aburridas en Rojo y negro . Las leemos con interés debido a la tensión que se genera entre dos acontecimientos del relato. Es decir, ¿qué va a pasar ahora? En una trama bien urdida no pueden morirse todos los personajes en la misma página: se mueren separados por una sucesión de descripciones, relatos secundarios, recuentos biográficos y digresiones filosóficas. Todos esos elementos son los que ha querido sortear la novela de vanguardia desde comienzos del siglo XX.
Terminar con la marquesa
He querido detectar dos fórmulas para despojar a la novela de su gravoso material, material que puede resumirse en la frase “La marquesa salió a las cinco” (Balzac) que tanto irritaba a Paul Válery.
Una consiste, sencillamente, en no consignar ni que la marquesa salió a las cinco ni qué llevaba puesto ni cómo eran las calles que recorrió en su paseo.
En esta narración de riesgo toman importancia capital los espacios en blanco, pues se recurre a la fragmentación y al minimalismo para alcanzar un relato telegramático que dignifica y honra cada detalle. El libro más conseguido dentro de esta práctica quizá sea Me acuerdo , de Joe Brainard. El autor consigna con indecible ternura cientos de chispazos de memoria, siempre precedidos por el pie “Me acuerdo de...”. El resultado es un centón de anécdotas que, lejos de parecer el boceto de una memoir , se lee como la superación de un género obsesionado por contarlo todo.
Brainard podría haber escrito mil páginas sobre su infancia y su adolescencia, lo que lo hubiera obligado a contarnos quiénes fueron sus padres, dónde nacieron, a qué se dedicaron y cómo eran las casas donde vivió con ellos, amén de mil fruslerías más. Sin embargo, genialmente, el autor decide contar solo aquello que el tiempo y la memoria han salvado emocionalmente: el fulgor del momento.
Algo parecido hizo muchos años más tarde Eduard Levé en Autorretrato , una autobiografía a cañón tocante que solo atiende a lo que ha sobrevivido en la propia conciencia. Al igual que Brainard, Levé deja que los recuerdos lleguen por sí solos, y en Autorretrato se amontonan sin respiro –no hay espacios en blanco– ni correlación, en una apuesta por el caos del que surge uno de los libros más brutales de las últimas décadas.
Mario Bellatin, en varias de sus novelas ( En las playas de Montauk las moscas suelen crecer más de la cuenta –dentro de Gallinas de madera – o La novia desnudada por sus solteros ), da muestras sobradas de la fuerza de sugestión que asiste este método compositivo: el lector parece estar siempre en el comienzo del libro, avanza sin saberlo, establece por sí mismo el hecho del relato, que surge casi por emanación.
Diálogo con otro tipo de lector
La otra fórmula para que la marquesa salga a las cinco y llegue a su cita sin tener que asestar al lector una descripción de la calle por la que camina, consiste en hacer de la cultura el paseo de la marquesa. A fin de cuentas, queremos que la marquesa llegue; queremos que en nuestra novela pasen cosas, pero no queremos que pasen entre los bloques de hormigón armado del realismo.
En La liebre con ojos de ámbar , Edmund de Waal narra la historia de sus antepasados sin establecer otro árbol genealógico que el de unas figuritas de porcelana que acaba de heredar. De Waal desplaza el peso de la narración de las personas hacia los objetos, lo que le sirve para pintar el retrato de su familia como un reflejo cultural, en el que el pequeño arte japonés del netsuke se convierte en la auténtica memoria del clan.
Quiero creer que, si la modernidad era el juego con las formas, la posmodernidad es el juego con la recepción de las formas; es decir, se escribe ya para un lector que ha leído mucho, que ha visto todas las películas, que ha escuchado música y ha visitado retrospectivas de Duchamp o Marina Abramovic (necesariamente, por tanto, escribimos cada vez para menos lectores); un lector hecho de cultura que disfruta de los libros que –sorpresa–, hablando de cultura, le hablan de su vida.
Álvaro Enrigue se sitúa junto a Edmund de Waal con su novela Muerte súbita . Al contrario de lo que opina la mayor parte de la crítica, novelas como Muerte súbita no se dejan intoxicar por las maneras del ensayo, sino que sustituyen los tramos informativos de la novela tradicional por tramos culturales cuya función es exactamente la misma: levantar la estructura del relato, pero con el aliciente de que nos interesan mucho más las curiosidades del siglo XVII que el hecho de que Caravaggio saliera de su casa a las cinco.
“Al final ella muere y él se queda solo (…). El resto es literatura”, escribe Alejandro Zambra en la primera frase de su ópera prima, Bonsái . Con este incipit , Zambra desactiva las expectativas del lector de relatos tradicionales, y nos lleva a pensar, o a asumir, por qué leemos realmente una novela: ¿para saber lo que pasa o para disfrutar del trayecto propio de un relato largo?
Leemos para estar dentro de los libros, en marcha sobre unas palabras; quizá no queremos llegar a ningún sitio, quizá solo queremos descubrir un paisaje.
En La caída , de Diogo Mainardi, el autor nos cuenta la historia de su hijo, víctima de parálisis cerebral por un parto mal atendido. En lugar de ahondar en la sentimentalidad propia de este drama, Mainardi rodea a su vástago de una fascinante telaraña cultural, de modo que su hijo y Napoleón están más cerca que su hijo y el triciclo con el que está jugando. No importa cómo era el paritorio del hospital de Venecia donde la mujer del autor dio a luz, sino que ese hospital lo fundó Napoleón y figura en un cuadro de Canaletto. El personaje del hijo no es una construcción de vivencias y patucos de colores, sino de hechos de cultura.
Alejados del relato canónico
David Markson aúna las dos fórmulas de dinamitar el realismo que he apuntado más arriba, y lo hace tanto en su novela La amante de Wittgenstein como en la tetralogía autobiográfica que conforman La soledad del lector , Esto no es una novela , Punto de fuga y La última novela . La lectura de estos cinco libros es desde todo punto fascinante. Se leen como novelas aunque en verdad el lector se está enfrentando con materiales ajenos por completo al relato canónico.
Las de Markson son obras fragmentarias y atiborradas de referencias culturales, como si el Me acuerdo de Brainard lo hubiera escrito alguien que nunca en toda su vida salió de una biblioteca. Y, sin embargo, es más grave: es alguien que sí salió, y mucho, de las bibliotecas, pero entiende que su vida mereció la pena principalmente por los libros que leyó; por los cuadros y la música, también.
En La amante de Wittgenstein o La última novela no hay descripciones, no hay diálogos, no hay escenas. Pero hay drama. Incluso hay ganas de saber qué viene después, cuál es el final del camino.
No me cabe duda de que el final del camino en la narrativa de hoy es David Markson.