Uno de los sitios más bulliciosos y amados de Nueva York cumple hoy su primer centenario, tejiendo el ritmo de una metrópoli tan apresurada que a veces olvida detenerse y mirar hacia las estrellas.
Hoy eso cambia al iniciarse un año de fiesta en honor de la Gran Estación Central del ferrocarril . La celebración comienza con un acto oficial en el sitio y una exposición histórica para los visitantes.
El galardonado director de cine y vecino de Brooklyn, Spike Lee, el afamado cantante de ópera y residente de Manhattan, Jessye Norman, y hasta Caroline Kennedy (cuya madre Jacqueline Kennedy Onassis fue clave salvando la Terminal en la década de 1970) están entre los miembros del Comité del Centenario que apoyan los festejos, dice la Autoridad Metropolitana de Transporte de Nueva York.
Los eventos en el año se repartirán en cuatro áreas temáticas.
Habrá actos de re-dedicación y cumpleaños de la terminal, exposiciones históricas de preservación y legado, exhibiciones de vagones antiguos y los planes para el próximo siglo de este motor urbano.
El Museo del Transporte de Nueva York desarrollará cinco exhibiciones y la semana pasada lanzó el libro: Grand Central Terminal: 100 años de un símbolo de Nueva York que repasa esta centuria.
Legado. Por los cuatro costados, el edificio actual es referencia como lo fue en 1913 cuando empezó a hilar, entre rieles y vagones, un manto de historias que cubre vivencias de viajeros en todo el mundo.
Se mire por donde se mire, el sitio destila hermosura en sus esculturas de 1.500 toneladas de Minerva, Hércules y Mercurio mirando hacia la calle 42, sus escaleras internas de mármol o el reloj de 4,2 metros de Tiffany’s a la entrada; el más grande creado por esta célebre joyería neoyorquina.
O quizás el encanto resida en su tamaño. La terminal es uno de los centros de transporte más grandes del país con 69,8 hectáreas, 123 pistas y 46 plataformas de abordaje que explican también por qué el edificio histórico se libró de la tumba.
De simple punto de inicio o llegada de viajes, se volvió destino para viajeros, turistas y residentes que visitan sus más de 100 comercios entre tiendas, restaurantes y bares, donde se sirve desde un latte hasta un Dry Manhattan. También los iPhone y la pizza se venden a raudales.
De paso, la centenaria obra es una hazaña de la ingeniería civil, hecho ligeramente desconocido pues la mayor parte de su operación se oculta en las entrañas de la tierra, alejada de la vista pública, incluido su masivo patio de trenes de dos pisos.
Esto se debe a que William John Wilgus, entonces ingeniero jefe del ferrocarril de Nueva York, fue de los primeros en aprovechar el cambio energético de vapor a electricidad y explotar el nuevo concepto inmobiliario de “derechos aéreos” que aseguró la inversión.
Esa potestad permite al dueño de un terreno levantar estructuras en el espacio sobre su propiedad, lo cual atrajo los rascacielos, cuya actividad económica reforzó entonces la gran inversión en la obra ferroviaria: $80 millones en 1913.
Con las décadas, varias restauraciones preservaron historia y arte, como el mural de estrellas en el vestíbulo principal o el puesto de información con su esférico reloj dorado, el sitio favorito de todos.
Allí, los astros que entintan el techo no se dibujaron para orientar a los viajeros, sino para recordarles parar un segundo, alzar la vista y devorar la belleza de las estrellas.