Silvia Arce
E l gran escritor costarricense Joaquín Gutiérrez Mangel, traductor insigne de las obras de Shakespeare, nos revela en el prólogo que hiciera para la traducción de Macbeth que no es casual que la palabra “política” apareciera por primera vez en Ricardo II. La palabra poder será, asimismo, una constante en las obras de William Shakespeare, ya que en torno a este escabroso tema se retuercen las más grandes tragedias jamás escritas.
Las obras shakespearianas se han representado y se siguen representando sin descanso alrededor del mundo. Los textos de su autoría (por algunos cuestionada) se reinventan en cada puesta en escena, se adaptan, se deconstruyen y renacen para dar voz a nuevos protagonistas, quienes en las historias originales estaban malintencionadamente silenciados. Solo la energía potencial resguardada en un texto grandioso es capaz de seguir generando desde su unidad mínima, desde su sema primigenio, cada vez más y nuevas formas de representarse, de leerse, de pensarse.
¿Por qué Macbeth hoy? ¿Por qué el cine le apuesta nuevamente a la “tragedia de la ambición” escrita ya hace tantos siglos? ¿Será que esta oscura tragedia nos recuerda que la política, la ambición y el poder llevan ya mucho tiempo de ser como esas tres brujas que anuncian los fatídicos destinos de los personajes de Macbeth? Me atrevo a pensar que sí.
Macbeth no es una tragedia sobre un hombre blandengue que se deja arrastrar por su perversa esposa para cometer un regicidio. Tampoco es solo otra historia sangrienta donde los fantasmas de la culpa acechan a sus protagonistas. Es otra cosa: es la revelación de la maquinaria siniestra que hay detrás de la codicia por alcanzar la cumbre inescrupulosamente, no importa el precio ni la devastación que vaya quedando en el camino de conseguir aquello tan preciado.
Macbeth es la historia de la obsesión por el poder, no importa lo que haya que hacer para disfrutar un rato de la calidez de ese trono, aunque el destino se anuncie de forma fatídica, aunque las consecuencias sean predecibles: bien vale todo lo que ocurra con tal de sostener el cetro unos instantes.
Macbeth es más que la historia de esa pareja infernal, de esa serpiente bicéfala que es el poder en donde como lo dice la propia tragedia en palabras de Lady Macbeth: un “no me atrevo” jamás debería desplazar a un “yo quisiera”. Lady Macbeth tiene muy claro que el deseo por el poder debe ser superior a cualquier fuerza universal y debe desafiar al destino mismo, porque la gloria de alcanzar lo anhelado será capaz de borrar cualquier indicio de culpa. Todo en nombre del poder: esa es la horrorosa entraña de la tragedia.
Ahora bien, la culpa se erige en esta historia como una gran vencedora, pues es la encargada de calcinar el espíritu de los protagonistas para que no disfruten cabalmente de las mieles del poder, alcanzado gracias a un plan perfectamente trazado. La culpa resuena y carcome. La culpa señala y destruye. Pero es una vencedora a medias, porque nunca ha logrado disipar los deseos de algunos seres humanos de seguir intentando por medio de mentiras, manipulación y actos horrendos de ser poderosos, de que todos lo sepan. Todo lo demás no importa.
Macbeth está vigente hoy porque nuestra sociedad no ha cambiado mucho desde aquel 1606 en que Shakespeare plasmó esta historia. Porque esas tres brujas tienen muchas cosas que predecir todavía…
La autora es filóloga, actriz y directora teatral