“Nuestra tradición es el desamparo”, escribió, en sus Meditaciones de Saint-Nazaire , Reinaldo Arenas, un hombre que supo bastante de tal herencia. La cita es el epígrafe de la segunda parte de Tríptico de la infamia , novela de fuerza ruda y prosa delicada sobre el origen de nuestro desamparo americano: el genocidio perpetrado durante la Conquista española.
La novela de Pablo Montoya, ganadora del Premio Rómulo Gallegos 2015, narra la consabida masacre desde la inusual perspectiva de tres pintores europeos del siglo XVI: Jacques Le Moyne, cartógrafo y pintor de Diepa que viaja con una expedición a América; François Dubois, pintor hugonote de Amiens que sobrevive y pinta la Matanza de San Bartolomé (1572), cuando Carlos IX y Catalina de Médici ordenaron la muerte de miles de protestantes en Francia; y Théodore de Bry, grabador de Lieja, a quien se encarga ilustrar las denuncias de fray Bartolomé de las Casas.
En la primera parte, la mejor lograda del libro, Le Moyne sale de Diepa y llega a la Florida con los protestantes franceses que huyen de la persecución en su patria y alzan fuertes en el Nuevo Mundo para combatir la bárbara desolación española, ya por entonces denunciada.
Allí se enamora del paisaje, como todos, pero encuentra en los dibujos corporales de los nativos una comunión de arte y vida, para él superior a la creación europea. En el clímax de su pasión, empero, arriban los españoles y masacran a franceses e indígenas por igual.
Al describir los tatuajes americanos, Montoya podría estar hablando de su prosa, que dibuja en trazos finos, de tinta pesada y compacta, la naturaleza y las ideas, el esplendor y la barbarie del nuevo Edén –hay páginas excepcionales dedicadas al oficio del cartógrafo, a mapas imaginarios de lo inefable y a una travesía por la selva–.
La vida de François Dubois, narrada por él mismo, establece un contrapunto eficaz entre la persecución religiosa en el corazón de Europa y la devastación, también católica, del territorio conquistado. La prometida de Le Moyne en Diepa, Ysabeau –divina y terrenal–, reemerge en París prendada de Dubois, quien inspira en él atrevidos dibujos del deseo en estado puro: una cama de sábanas revueltas, con el solitario pie de la amada como ancla de su pasión.
Noticias de la carnicería española perturban la paz de Dubois, pero son solo el preámbulo de la masacre de 1572, circunstancia que convierte al pintor en una suerte de reportero: un colega le dice que “la gran lucha es contra el olvido”, que “hay que hallar la identidad de esos muertos y denunciar quiénes fueron los culpables”.
Si para Le Moyne dibujar la geometría indígena era cartografiar lo inasible de la naturaleza, para Dubois el oficio del arte le presiona contra el pecho la responsabilidad de la historia, irrenunciable, universal, pues “no hay ningún paraíso terrestre”. “Solo basta una comunidad de hombres que habite cualquier espacio para darse cuenta, tarde o temprano, de que somos los verdaderos portadores de la desgracia personal y colectiva”, piensa el pintor.
Ambas hebras se entrelazan con mayor firmeza en la última parte del tríptico, que rompe con la unidad temporal de las anteriores al incorporar a un escritor contemporáneo nuestro que busca en Alemania las pistas de Théodore de Bry.
Entre pasado y presente, el escritor reúne la evidencia y sentencia al contemplar los grabados de su artista que ilustran el holocausto americano: “Y el mal, eso lo pienso yo y no De Bry, por supuesto, es la historia. Y la historia es la herida irreversible provocada por la propiedad privada, el Estado y la religión”.
El pulso de la novela se acelera, incluso con algunos tropiezos (el personaje del escritor actual no resulta tan convincente como los otros narradores), pero, conforme se aproxima el cierre de su novela, Montoya se prepara para un capítulo auténticamente excepcional, titulado “El exterminio”.
En 20 páginas, nuestra herencia de desamparo mana de los relatos de Bartolomé de las Casas, los grabados de De Bry y la mirada de Montoya. No hay salvación en el mundo ancho y ajeno que los conquistadores subyugaron e hicieron estrecho para sus moradores originales; las víctimas sufren una exterminación veloz ante impávidos colonos, silenciosos excepto por unas cuantas voces a las que les tomaría años hacer mella en el sistema que permitía la explotación. Como dice el cacique taíno Hatuey, si en el cielo que ganaran por el “arrepentimiento de sus pecados” habrá cristianos, prefiere el infierno.
“Los historiadores del siglo XVI fijan el carácter de las tierras recién halladas, tal como éste aparecía a los ojos de Europa: acentuado por la sorpresa, exagerado a veces”, nos recuerda Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac (1519) . Es por medio de aquellos narradores, pintores y dibujantes que empezamos a imaginarnos como este continente, como esta historia común. Y es al hurgar en la historia de la creación de esas representaciones, tal como hace Montoya, que comprendemos cuán traumáticos fueron las heridas ejercidas sobre América.
Tríptico de la infamia indaga la sombra de aquellas imaginaciones, que Pablo Montoya pinta con esmero y poesía, acorta la tranquilizante distancia del pasado y extrae una novela del tiempo presente: ya los buques no retornan a Europa atiborrados de oro e indigestados de sangre, pero el legado colonial y la intolerancia religiosa, en América y en todas partes, sigue marcando nuestro breve paso por la vida.
La elección de contar la historia por medio de tres artistas visuales trae estas preguntas al más actual de los debates, el asunto de la representación en el campo de la imagen y, aún más, de la representación de la violencia (¿quién define qué es?). Preservados para el futuro en su arte, los sueños y decepciones de tres hombres, reinventados por Montoya, nos hablan de la persistencia del mal y del bien. En ese orden.