Con la muerte de Julio Rodríguez ha desaparecido uno de los grandes pilares intelectuales del periodismo costarricense. Virtuoso del buen decir, artífice del bien pensar y escrutador perceptivo de la sociedad, abordó hechos, personajes y circunstancias de la actualidad con una peculiar mezcla de decantada cultura, sólidos principios, severidad, sencillez, humor y compasión.
Su sorprendente elasticidad temática y sensorial le permitió abordar con similar certeza y acierto los procesos políticos y sociales, los vicios y virtudes de gobernantes, sindicalistas o empresarios, los usos y costumbres de la gente común, el devenir de la educación y las dimensiones estratégicas, estéticas y emocionales del futbol.
Fue un observador agudo y un pensador riguroso; también, un depurado artesano todoterreno del oficio periodístico. Una vez me confesó que, cuando ejercía la subdirección del diario La República, en la década de los 70, hubo días en que escribía su columna de actualidad (Do-Re-Mi), un editorial, una columna deportiva ( Área Chica ) y ¡el horóscopo!, además de cumplir con otras muchas demandas de su cargo.
Para quienes fuimos sus colegas, compañeros y –sobre todo– amigos, Julio representó mucho más: una persona honesta y cabal y un interlocutor entrañable e indispensable, con quien no era necesario coincidir para respetarlo, disfrutarlo y quererlo.
Proximidades. Creo que una de mis mejores decisiones como director de La Nación fue invitar a Julio a vincularse con el periódico tras la muerte de Enrique Benavides, otra fuerza inagotable de talento, intuición, estilo y pasión.
Enrique falleció el 2 de abril de 1986 y dejó tras sí una fecunda trayectoria como editorialista y columnista del periódico; también, un profundo vacío profesional y afectivo.
Meses después de esta dolorosa desaparición, Julio aceptó convertirse en colaborador regular, escribiendo editoriales e inaugurando su columna En Vela. En 1988, el vínculo se hizo aún más estrecho al asumir la jefatura de la sección editorial. Julio ocupó entonces una oficina a pocos pasos de la mía, y esa cercanía física impulsó un creciente acercamiento intelectual y afectivo.
Fue así como Julio, además de amigo entrañable y esencial, se convirtió en un “otro” inteligente, agudo, leal y sagaz, a quien acudía yo para buscar orientación, confrontar ideas, comentar iniciativas, analizar desafíos e identificar derroteros en medio del fragor diario de la redacción, o de los vaivenes de la vida nacional e internacional. Con enorme frecuencia coincidíamos, pero también discrepábamos.
En más de una oportunidad me pregunté cuál era el factor más distintivo en el abordaje de Julio frente al devenir del país y del mundo, sobre todo en ese género tan personal –y a veces visceral– que es la columna periodística.
Esta es mi respuesta: más allá de otras cualidades singulares, la gran fuerza que distinguió a Julio Rodríguez fue abordar la realidad desde una dimensión esencialmente ética; a menudo, también religiosa.
Firmeza y empatía. La suya fue, en esencia, una visión profundamente cristiana –pero también kantiana– de la vida.
Como Emmanuel Kant y su “imperativo categórico”, Julio consideraba que, en esencia, una decisión o conducta es ética si los principios que la animan pueden tener validez universal. No partía de una concepción utilitaria (el acto se juzga por sus consecuencias), sino principista (el acto se juzga por los valores que lo sustentan). Desde esta convicción activaba sus engranajes de análisis y opinión.
No sorprende, entonces, que, cuando el curso de los hechos o las conductas de sus protagonistas no se conformaban a los estrictos valores desde los que Julio partía, el resultado fuera la admonición.
La concepción esencialmente ética y moral explica la acostumbrada contundencia de sus juicios, su pesimismo recurrente o la rigidez para distinguir entre el bien y el mal, sin mucho espacio para ponderar el carácter frecuentemente ambiguo de las conductas humanas. Sin embargo, este abordaje no atrofiaba su flexibilidad ni le impedía ejercer la ironía, el humor, la empatía y la compasión: la ética no siempre es rigor; también puede ser destello.
Confieso que en más de una ocasión discrepé de sus puntos de vista. En el ámbito de su columna, solo cabía el respeto. En el de los editoriales, voz oficial del periódico y, por ende, responsabilidad del director, seguimos un implícito “acuerdo de caballeros”: nunca le encomendé alguno en que intuyera que sus principios pudieran verse comprometidos.
Recuerdo un caso emblemático: la prohibición de la fecundación in vitro por la Sala Constitucional. Sé que Julio compartía esa resolución desde sus valores religiosos; para mí, en cambio, atentaba contra el carácter civil del Estado y la libertad de decisión de las parejas. Por esto, el editorial que criticaba el fallo lo escribí yo, como director, y nuestra amistad se mantuvo incólume.
Contar con Julio fue, para quienes lo rodeamos, un privilegio profesional y personal. Para La Nación constituyó un ancla intelectual de profundo calado; para el debate público costarricense, un surtidor de ideas y un lúcida guía de honestidad y civismo.
Yo lo atesoro, sobre todo, como un irrepetible amigo.
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El autor es especialista en análisis sociopolítico, periodismo y estrategias de comunicación, y es profesor en la Universidad de Costa Rica; fue director de 'La Nación'.