Víctor Hurtado Oviedo, editor vhurtado@nacion.com
En la pleamar de su fama, en 1521, Alberto Durero arriba a la ciudad flamenca de Bruselas. Llega invitado por príncipes y potentados, de quienes la memoria olvidadiza de la historia hoy se acuerda de arrumbarlos en el ático inverso de los sótanos (o sea, en las letras de seis puntos de las notas de las páginas: la ínfima letra de contrato que los autores ilusamente suponen que les leeremos).
Alberto Durero lleva un diario a bordo de su alforja, que será como el lazarillo del que los biógrafos se colgarán para acompañar al artista cuando ya todos hayan muerto y solo vivan los grabados y las pinturas del artista, y algunos libros de teoría del arte que Durero escribió. Estos libros se editaron póstumamente, quizá para que la gente que los sigue a fin de dibujar no tenga a quién quejarse si no logra hacerlo como Durero.
En su diario, Alberto registra que las buenas gentes de la ciudad le brindaron una recepción a la que solo los reyes tenían derecho, entre otros derechos, que entonces eran todos.
Durero llega a un banquete: “El gentío se agolpaba a los lados de la mesa para verme”. Los prohombres de Bruselas le dedican brindis que, ofrecidos a un artista, equivalen a los selfis de hoy tomados con el personaje.
Más tarde, Durero está en un castillo de Bruselas para ver el lujo de obras de arte aztecas, presentes lejanos ofrecidos por Hernán Cortés a Carlos V.
Hay un sol de oro enorme, una desmesurada luna argéntea más utensilios de oro y plata... “No he visto en mi vida algo que me haya alegrado tanto el corazón”, anota Durero. Es probable que el penacho de Moctezuma haya yacido entonces como un trofeo más.
Tal es uno de los primeros testimonios del arte americano exhibido en Europa, mas Durero no ha legado bocetos de todo ello, y en su obra no hay imágenes americanas. Nada queda de aquella conmovedora sorpresa.
Tiempo después, en 1552, fray Bartolomé de las Casas escribe su Brevísima relación de la destrucción de las Indias: retrato escrito de las miserias sufridas por los aborígenes americanos, y libro que, años después, leerá el caballero Michel de Montaigne.
El humanista francés describe las riquezas del Moctezuma: “La belleza de sus obras en pedrería, plumas, algodón, y sus pinturas, muestran que nada nos debían” (De los coches; Ensayos, III).
Fray Bartolomé ilustró a Montaigne, y este “escribe sobre el hombre americano [como si fuera] un miembro uniforme de la familia humana”, explica diáfanamente Juan Durán Luzio (Bartolomé de las Casas ante la conquista de América, cap. VI).
La mirada de Durero fue el asombro inocente de un esteta ante unas maravillas. Escribiendo sobre tales bellezas, Montaigne rechaza la brutalidad de las conquistas y censura la violencia y el expolio que sufrieron los creadores de esas maravillas. En solo 60 años, el amor al arte se había unido con el amor al prójimo.