Las películas fueron peregrinas de la extensa y contrastante geografía boliviana. La XI Muestra de Cine Latinoamericano, en Bolivia, incluyó 20 obras de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Panamá, Uruguay y Venezuela, exhibidas en la Cinemateca Boliviana en La Paz, y luego en las ciudades de Cobija, Cochabamba, El Alto, Potosí, Santa Cruz, Tupiza y Uyuni.
El filme costarricense Puerto padre , de Gustavo Fallas, merecido vencedor del año 2013 en las competencias nacionales, inauguró el encuentro, luego de una presentación a cargo de quien escribe este artículo. Puerto padre fue recibido con interés por el numeroso público; algunos asociaron su cinematografía con la mexicana Flor de fango , que inauguró la X Muestra boliviana.
Durante años anteriores, Costa Rica también estuvo muy bien representada con sus dos filmes más populares: las notorias Gestación –sagaz espejo de una juventud atribulada– y El regreso –mirada socarrona y autocrítica a nuestra idiosincrasia–.
La muestra incluyó la exhibición de cortometrajes en formato súper 8; la celebración del Día Mundial de la Animación, aunado al filme Ánima Buenos Aires , seductora ironía procaz de los artistas gráficos.
La clausura se hizo con el documental El corral y el viento , relato del origen de la humanidad en el imponente lago Titicaca, cuyas bruñidas aguas otrora bordearon la más antigua cultura suramericana, la tiwanacota: paisajes que estremecen el alma.
Interrogación familiar. Aunque en nuestro desigual subcontinente se adora la familia tradicional, esta, como paraíso redivivo, es más mito que realidad; más anhelo o excusa que vivencia auténtica, por mucho que nos duela.
La presencia de la militante anarcofeminista María Galindo , con su docuficción Trece horas de rebelión , fue un oportuno recordatorio sobre los debates vigentes en el ámbito de los afectos, las pasiones más intensas, el genuino amor y los abusos atroces. La autora ilustra paradojas como el clásico y entrañable El chico , de Charlie Chaplin: hay familia donde hay amor; entonces, ¿muchas familias no son tales, y otras, repudiadas, sí?
Trece horas de rebelión se sostiene en la frecuente ausencia del padre, lugar común en nuestras sociedades. El posible reencuentro con ese progenitor esquivo, quizá severo, es un contacto entre casual y voluntario. Se abre el abanico de opciones a una nueva relación asentada, en cualquier caso, sobre las heridas del pasado: se perdona, pero difícilmente se olvida.
El azar o la necesidad impulsan a los hijos a reencontrar a sus padres en cuatro filmes ofrecidos en la XI Muestra.
Rencores y viajes. Se exhibió el crudo testimonio Olvidados , cinta dirigida por el mexicano Carlos Bolado: un pertinaz recuento de la Operación Cóndor, uno de los programas de tortura y asesinato que desolaron a Suramérica durante las dictaduras de “seguridad nacional”. El contraste temático ilustra el problema subyacente entre el discurso familiar y los jirones que lo dibujan.
Pérez ofrece una puesta en escena inteligente y depurada. Roma viaja a una cabaña en el bosque al sur de Chile para increpar a su padre, quien la engendró y luego accedió a que solo la madre se ocupase de ella. El padre es un viejo bonachón y obeso que ha seducido a una mujer joven y amable que comparte su ensueño. Esa situación irrita a Roma entre celos y prejuicios de edad.
La pareja sufrirá la tormenta verbal de la visitante: él, agobiado por el remordimiento; ella, víctima inocente del pasado. Roma ostenta una persistente crueldad que raya en la locura y nos deja ayunos de simpatías. La muchacha, justamente resentida, es aterradora.
El carácter teatral y claustrofóbico de la hija y las extraordinarias interpretaciones nos llevan a penetrar en los círculos más oscuros y vulgares de la condición humana, como en A un dios salvaje , de Roman Polanski. Ambas sugieren que, sin perdón, nadie puede salvarse. Empero, sin arrepentimiento genuino, ni siquiera Dios perdona.
Por su parte, La cebra viaja a la Revolución Mexicana y luego vuelve a nuestros días de migración forzada, para subrayar que nada ha cambiado en las áridas extensiones desangradas.
El filme esgrime la sátira para fotografiar los egoísmos que trazan los caminos. Dos amigos aventureros e ignorantes sortean sus vidas entre matanzas ajenas para llegar a la finca de Obregón, supuesto paraíso donde está el padre de uno de ellos. De paso, lidian con jefes corruptos y hasta con una hacienda de amazonas ancladas a la subsistencia.
Estereotipada e irregular, La cebra consigue burlarse del poder e impone su pesimismo sediento: es un filme que interesa más al meditarse.
Los padres. En La ruta de la Luna , la enfermedad del padre provoca que un joven albino e inseguro se reencuentre con un entrenador de boxeo panameño, locuaz macho irredento que desprecia a su hijo por más que lo disimule. Junto a una guapa polizonte, ambos regresan por tierra desde Costa Rica. Sus peripecias son cadenas de silencios e incongruencias entre los dos hombres que, pese a empeños superficiales, no se entienden.
A pesar de la pobreza del tratamiento y del desperdicio del ambiente, esta road movie formula correctamente esa triste incomunicación de dos mundos resignados a su destino.
Al final, el bocazas es puesto en su lugar, y el hijo sigue refugiado en una destreza deportiva también inútil. La ruta de la Luna es una imagen pesimista que constata que, para cambiar al otro, uno debe cambiar primero.
Puerto padre nos cuenta de un joven isleño que viaja del golfo de Nicoya a Puntarenas en busca de su madre –él vive con la abuela, otra pauta usual en el país– y para salir de la pobreza. En un hotel ruinoso halla a su padre, un cínico vagabundo que aún abusa de mujeres.
Gracias a la expresiva fotografía, un realismo hiriente, las sugestivas interpretaciones del notable elenco y a los contundentes diálogos, el filme nos sumerge en el marasmo de un mundo marginal, con una belleza ignota y una esperanza apenas perceptible, donde el abrazo final del muchacho con su abuelo –el océano en lontananza– afirma una voluntad que no quebró la tormenta del destino. Con toda su morosa decadencia e inequidades constantes, esta, la costarricense, es la más optimista de las cinco cintas.
Ante el derrumbe, no hay que empecinarse en el odio; no hay que venderse al mejor postor; no hay que paralizarse en la rutina. Un modesto abrazo entre familiares desconocidos recuerda que la vida sigue... y que vale la pena vivirla.
El autor es académico de la Universidad Nacional.