Así fue y así sigue siendo en mi vida. Desde el día en que mi madre me llevó, a mis escasos seis años, a comprar mi primer libro de poemas, que resultó ser una antología ilustrada para niños en la cual brillaban como joyas obras de Darío, de Martí, de Juan Ramón, de Gabriela, en aquella librería esquinera del Paseo de los Estudiantes, mi vida dio un vuelco.Y empecé a leer y a coleccionar libros: novelitas para niños, cuentos, poemas de diversas casas y países, tanto españolas como argentinas.
Aprendí a leer a los cinco años, porque estaba impaciente por descifrar esos signos que me abrirían un mundo emocionante, y que Ángela Yzaguirre me leía en los escasos momentos que sacaba de sus ocupaciones diarias como madre y maestra. Yo quería más: más lecturas y más aventuras a través de las páginas de nuevos libros. Las navidades llegaban con su carga de libros e ilusiones con que mi tía Niza y mis padres me regalaban, que hacían mi delicia en las vacaciones.
Cuando cumpli doce años, mi padre me pregunto que deseaba de regalo, y yo contesté: “Una biblioteca”. Y así fue. Él llegó con una pequeña biblioteca de madera color gris con puertas de vidrio, donde yo coloqué ordenadamente, mis valiosas posesiones. Hoy ese armario todavía me acompaña, al lado de otros de metal en los que trato de proteger mis libros, luego de que, a la vuelta de otros mundos, en mi vieja casa de barrio Escalante, el comején hizo estragos en nuestra numerosa biblioteca que descansaba en estantes abiertos de pared. Aquellos cientos de libros que fueron formando nuestra biblioteca al regreso de España, hoy han menguado considerablemente o han sido sustituídos por otros –tal la avalancha de nuevos títulos cuando asisto a un festival o a ferias del libro en diversos países– que periódicamente dono a bibliotecas universitarias o colegiales, o a amigos que empiezan a escribir. Me parece absurdo encerrar mis libros, cuando pueden ser útiles viajando en diversas manos, y alimentando variados espíritus y necesidades. Claro, los libros de cabecera los conservo en los espacios disminuidos que conforman las viviendas de hoy y que constituyen mi biblioteca diaria.
Por supuesto, mis gustos han ido cambiando. Al lado de la buena poesía, hoy leo más novela histórica y cuentos que te hagan sonreír o te den una visión más espiritual de la vida. No disfruto el tremendismo –nunca lo he tolerado– ni la visión decadente de la existencia. La vida es una lucha hermosa, en la que no siempre ganamos, pero el arte no debe desanimarnos, sino, al contrario, darnos nuevos bríos. La preocupación por practicar una vida sana también ha permeado los títulos de mi biblioteca. Así que allí voy: de lectora incorregible y crítica, buscando lo que necesito para completar mi vida y mi obra.