G. A Chaves leysoda@gmail.com
La época que nos ha tocado vivir tiene el dudoso mérito de haber sacado la kaddish del recinto devocional judío y haberla convertido en un género literario autónomo, reconocible y tristemente necesario.
Ejemplos célebres, como el poema de Allen Ginsberg, la novela-ensayo de Imre Kertesz, el poema-río del alemán Paulus Böhmer, y hasta la sinfonía homónima de Leonard Bernstein, dejan claro que esta ancestral oración por los muertos sigue siendo un medio dúctil para expresar la aflicción, el dolor, el duelo, y hasta la corrosiva violencia de la vida moderna.
Ahora, en su propio Kaddish , Klaus Steinmetz explora las posibilidades dramáticas del género y vuelve a incursionar en el teatro con tres piezas independientes pero claramente vinculadas en cuanto a tema, estructura y sentido.
Tres obras sobre la intolerancia, según el autor, pero también sobre el tiempo, la conciencia y el horror, que cierran de momento el círculo temático de los otros libros que Steinmetz ha publicado hasta la fecha: la pieza dramática Ecos de ceniza y los poemarios Morituri y La yema del tiempo.
La primera de las piezas de Kaddish, “Icaria”, conecta de hecho con el poema inicial de Morituri , en el que dos personas se dejan caer desde los pisos en llamas de las Torres Gemelas. En “Icaria”, sin embargo, asistimos a algo más que un drama noticioso e impersonal.
Durante los pocos segundos que tardan en descender de sus ventanas a sus muertes, Daniel, un inversionista judío, y Farid, un mercadólogo árabe, discuten sobre el libre albedrío, sus familias y las posibles razones por las que la historia los ha hecho víctimas arbitrarias de un conflicto que ellos mismos encarnan. Su destino compartido, más que emparentarlos, los fija en los polos opuestos de un malentendido tan antiguo como irreparable.
Pero la historia, que es algo así como el acné que marca la cara del tiempo porque brota intempestiva en los momentos más insospechados, tiene sus formas de subvertirse a sí misma.
En la segunda pieza de Kaddish , Rafael, un secuestrado en las selvas de Colombia (otro tema de Morituri ), cruza la membrana de la realidad hacia un espacio paralelo y conversa con una periodista francesa, Rebeca, quien se halla igualmente secuestrada al otro lado del mundo, en Pakistán. Ambos intercambian lugares y expiran tranquilos, en la condena del otro, lejos de sus respectivos suplicios.
En esta pieza, llamada “Cautivos”, Steinmetz se sirve de la violencia para explorar la idea de universos paralelos y realidades contiguas, una posibilidad cuántica que no por fantástica resulta menos opresiva.
Ya en la pieza final, apropiadamente titulada “Última parada”, la vieja Sundari cruza destino y palabras en un autobús de Mumbai con el joven Alí, un terrorista suicida que viaja con una bomba bajo sus ropas. Mumbari trata de evadir a Alí, pero las cartas están echadas y ambos mueren solos como víctimas inútiles de un acto patético.
Lo que en “Icaria” tenía trazos de elegancia cosmopolita y en “Cautivos” rasgos de tensión sexual escapista, en “Última parada” se transforma en jocosidad irónica: luego de morir por efecto de la bomba, Alí y Sundari se encuentran de nuevo en un gran sillón que –sospechan– es el lobby del cielo, él con impaciencia por verse ya con sus vírgenes prometidas, y ella con un poco de cinismo al ver que no pasa nada y que la eternidad se parece mucho a un largo domingo en casa, con mal clima fuera y nada que ver en la tele.
Al final de cada una de las piezas, las almas póstumas de los personajes vuelven a verse y comprueban que los enigmas de los vivos siguen casi intactos después de la muerte.
A pesar de ser obras de teatro, el hecho de estar estructuradas como diálogos entre parejas de personajes hace que estas piezas se lean como cuentos rápidos y emocionalmente devastadores.
La sugerente imaginación de Klaus Steinmetz les da, desde las mismas direcciones de escena, una tensión narrativa que funciona tanto en la página como posiblemente sobre las tablas.
Klaus Steinmetz nunca encara temas fáciles ni de modos sencillos. Detrás del sensacionalismo y la gracia con la que inscribe los diálogos inverosímiles de estas piezas, late una posibilidad más profunda y steinmetziana: somos víctimas de la historia; somos el acné que tanto afea al tiempo.