“Es raro, ¿verdad?”, le dice Katie, estudiante de la Universidad de Tennessee, a su novio, cuando las decenas de caballos comienzan a cabalgar tranquilamente por la avenida segunda, mientras una multitud se aglutina a cada lado de la calle, expectante.
La muchacha, de cabello rubio y piel muy blanca, se siente ligeramente confundida por el espectáculo. “O sea, he ido al rodeo y esas cosas en casa, pero aquí los caballos solo caminan y la gente está feliz de verlos. ¿No es raro?”, insiste. Lo dice, eso sí, no con tono de reprensión sino con una sonrisa de curiosidad.
El tope es una celebración intrínseca al folclore costarricense, una de esas tradiciones que damos por sentadas porque siempre han estado allí, porque es difícil imaginar este país sin ella. Cuentan que nació a principios del siglo pasado, cuando los jinetes se desplazaban por los pueblos para topar el ganado.
El desfile de caballos que atraviesa el centro de la capital cada diciembre es ahora un imán para toda suerte de asistentes, previsibles y no tanto. Como en el caso de cualquier otro fenómeno cultural, las formas de vivirlo son tan plurales como hay asistentes al festejo.
Para una extranjera, como Katie, la situación es extraña.
Para don Cristian, en cambio, el tope es, al mismo tiempo, rutina y oportunidad. Recostado contra los portones del Teatro Nacional, Cristian ofrece a los transeúntes su fino menú de lentes oscuros que contrastan, lamentablemente, con el cielo nublado y gris de la ocasión.
“Este es el tercer año que vengo. A veces hay años buenos, a veces hay años malos”, cuenta el vendedor. “Este año está bien malo”.
En torno suyo y de los caballos, las calles de San José se convierte, por momentos, en un mercado vivo. Lleve el agua, lleve la gaseosa, lleve el banco plástico, lleve el sombrero de vaquero, lleve el mango verde y lleve, pero que no se dé cuenta la policía, la cerveza más o menos fría.
Lleve, también, los lentes que vende don Cristian. “Por aquí pasan los demás y todos dicen que está malo el negocio, pero yo igual vengo porque así me gano los cinquitos. Viera qué bueno estuvo el Festival de la Luz. Ojalá el carnaval esté bueno, por dicha lo trajeron de vuelta a Chepe”.
Respira tranquilo, don Cristian: la misma municipalidad que le permite ganarse la vida durante estos festejos no le persigue como usualmente sucedería en la cotidianidad de un vendedor ambulante como él.
Efectos caballísticos. Aunque el epicentro del tope es la arteria hípica que cabalga por el asfalto de la mayor avenida de San José, sus réplicas se sienten todavía en los alrededores: para vivir el tope no hace falta estar en el tope.
Don Ricardo y doña Mayela, por ejemplo, se toman turnos para posar para la fotografía que el otro captura. “Pero que se vea el rótulo”, le dice uno al otro, señalando el edificio de la Tienda Universal que ahora domina el paisaje desde la Plaza de la Cultura.
Es temprano pero el matrimonio, que viajó desde Pérez Zeledón ataviado con sombreros, botas y camisas de cuadros, ya desistió de seguir el desfile.
“Viajamos hasta aquí para ver el Tope Nacional, porque somos fanáticos de los caballos”, cuentan mientras revisan las fotografías que acaban de registrar. “Pero es que vea qué bonito, qué cambiado que está todo. Mejor vamos a ir a caminar por ahí”.
Si se camina por ahí, como don Ricardo y doña Mayela, podía uno toparse a Jonás, un hombre que vive en las calles de San José y que aprovechó la fecha para trabajar cuidando los pocos carros que estaban fuera de los estacionamientos.
“Eso es lo bonito del tope, mi hermanito”, dice, sonriendo. “Unos disfrutan y otros nos ganamos los cinquitos”.