Las edificaciones no se mueven de los puntos en los que sabemos encontrarlas, los parques no se desplazan ni un centímetro, las esquinas no se doblan, las vías no cambian de dirección, pero, cuando se recorre la ciudad con los oídos más abiertos que nunca, el paisaje cambia. El encuentro con San José es diferente, es otro, es nuevo.
“Si yo veo con mis oídos. Reconozco las calles por los semáforos o los gritos de los loteros y los puestos de frutas. Me voy donde oiga más gente.
”Ahí es donde pido porque, es donde se me va a llenar el tarro de más monedas y entre más monedas oiga caer, más contento me pongo”, cuenta Adolfo Muñoz, un ciego que un día pide monedas frente al Banco Central y otro se mueve a una esquina del Teatro Nacional, a veces se para frente a un Burger King y otras frente al Tostador.
Para él la regla no cambia. Los oídos son su guía eterna.
“San José es una pura bulla, pero uno, al no ver, decide si eso ayuda o le complica la vida”, agrega.
¿Cómo suena el centro de la capital?
Todo depende de dónde se ponga el oído.
10:00 a.m.
Una potente campana repica y avanza, repica y avanza, siempre sobre la avenida central. Un empleado de la Municipalidad de San José la hace sonar alertando a los comerciantes de que el camión recolector la basura está cerca de pasar.
La campana permite olvidar levemente el reggae que emiten los parlantes reventados de una tienda de zapatos, o el éxito ochentero que proviene del negocio de ropa femenina de al lado. Los comercios con parlantes se multiplican al caminar hacia el oeste. Suena una romántica de Marco Antonio Solís, dos locales más allá hay un reggaetón con los bajos más fuertes de la vía.
Malditos parlantes.
En la competencia y discordancia sónica se pierde la voz de un mendigo que pide desde el suelo, mientras escucha un programa radial deportivo en una grabadora que cuelga de su cuello.
“Una ayudiiiita”, dice.
Sobre los mismos adoquines rueda un bote de basura, más adelante rueda una maleta, rueda un coche de bebé, rueda un carrito de supermercado, rueda una “perra” que carga un tanque de gas.
12:00 p. m.
Se escucha el plástico de las bolsas de compras, el cobertor metalizado de los alimentos empaquetados. Todos van, todos vienen.
Las conversaciones fugaces de quienes no se detienen quedan inconclusas al oído del curioso, son oraciones incompletas, historias sin principio o fin.
Nadie para. El sonido del calzado se escucha apurado, pero también puede ser sigiloso excepto cuando se trata de tacones. Se oye fuerte el menudo en los bolsillos de los pantalones de algunos peatones, o el movimiento de los collares de cuentas.
Crecen la cantidad de pasos, el barullo aumenta, se multiplica el desafinado coro de vendedores ambulantes:
–Limpiones cuatro en mil, le vendo.
–Son a mil el par de mangas. Lleve. Lleve.
–A dos mil la licra. Venga. Tome. Le vendo rebajada.
–A mil la cera pa’ el pelo.
–A quinieeentos, la postal gigante; a quinieeentos.
“Ahí viene la policía malparta”, se escucha decir, y el barullo se desinfla.
Al oído, los oficiales son perceptibles solo si van en bicicleta o cuando por sus radios se emiten algún llamado en código policial. Su presencia, es aún más notoria con el mutis temporal de los siempre sonoros vendedores.
Callan un par de minutos para volver a subirle los decibeles a la ciudad.
2:00 p. m.
En cada calle hay un escándalo de motores. Dicen que son más de 304.000 los que pasan por medio San José. Gracias a eso, los pitazos en tonos de furia son largos y frecuentes, hasta que el rojo del semáforo los seca.
La luz verde entre el Teatro Melico Salazar y el Parque Central pita 25 veces.
Desde ese mismo cruce, minutos antes, sonaron las campanas de la Catedral anunciando la hora. Espantaron a otro grupo de pericos que graznaban o cantaban sobre la cabeza de una pareja de limpia botas. “Piaaaalo, piaaaaaalo”, gritan dos señores de voz carrasposa.
En la parada de taxis hay algún conductor que cuenta sus aventuras sexuales de anoche a todo volumen. No se calla. No se cansa de rajar.
Otro semáforo peatonal, frente al Banco Central, suena ocho veces en lapsos de 14 segundos. Se oye también una bandera que se golpea sola por el viento cuando intenta ondear y en el paisaje entran señales inconfundibles de una construcción cercana: el martillo y el taladro.
4:00 p. m.
Un predicador frente a Correos de Costa Rica habla de “tú”; sus palabras oscilan incesantemente. Su discurso es un vaivén de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. No se detiene más que a gritar.
“¡Ssshhh!”, espeta alguien desde una banca, con un claro afán por interrumpirlo. El predicador no se inmuta; sigue, no para nunca.
Tampoco descansan las cuerdas vocales de una señora que, a escasos metros repite una línea incansable: “Línea Claro, Kolbi, Movistar”.
Persevera en la monotonía pero la insistencia parece darle resultados: “Línea Claro, Kolbi, Movistar”. “Línea Claro, Kolbi, Movistar”. Mismo ritmo, mismo volumen, misma entonación.
“Línea Claro, Kolbi, Movistar” se escucha 19 veces en un solo minuto. Es una de las tantas vendedoras que se paran frente a Correos de Costa Rica a abrir la garganta desde la apertura del mercado de telefonía celular. Ella –sentada diagonal al McDonald’s– es la que le saca ventaja a sus competidores más cercanos, gracias a su vozarrón.
Una cuadra al sur, a un costado del Banco Central, la competencia no es de líneas prepago, sino de pares de medias. “Lleeeeeeeeeve la media, lleeeeeeeve”, se oye en reiterados gritos nasales.
Más pájaros, y sus cantos, provenientes de contados follajes, recuerdan que la capital todavía conserva, disimuladamente, algunos elementos de la no-ciudad, pero siempre en minoría.
Un quinteto de voces masculinas e instrumentos de cuerda son el único sonido artístico presente en el panorama. Sus boleros suenan vivos, días después de que la policía Municipal desechara sus intentos por controlar cualquier actividad que pudiera generar contaminación sonora.
También gracias a eso, el predicador sigue predicando a todo galillo. Nadie lo para.
Pero es una bandada de pericos estacionada en la copa de un árbol de gran envergadura la que protagoniza un canto para el cual los permisos municipales nunca han sido problema.