Horas antes de que comience el Festival de la Luz, en la avenida Segunda se percibe una vibra más bien pesada. Tediosa. Hace frío y al tiempo le da pereza avanzar.
La espera se hace larga para aquellos que, en las orillas de la calle, se han hecho de un lugar que no abandonarán bajo ninguna amenaza.
Centenares de personas sacrificaron el sueño, el refugio y el hambre con tal de asegurarse un puesto de lujo para observar el paso de carrozas y bandas.
María Inés Espinoza, por ejemplo, arribó al paseo Colón a las 3 a. m.
Poco importó la lluvia o el vendaval decembrino. En juego estaba mantener una tradición que acumula ya 15 años: asistir, junto a su familia al Festival de la Luz.
De paso, hacerlo como se debe: con un buen sitio para esperar y mirar.
Precavido. La larga espera antes del comienzo del festival convirtió las aceras de San José en una bonanza capitalista. Todo el mundo tiene algo que vender y alguien a quién vendérselo.
Bancos plásticos, comida de dudosa procedencia, gorros navideños, capas y sombrillas. El menú es variado y lleno de opciones; los clientes, sometidos a un clima ingrato y al cansancio, no son exigentes.
Allan Alfaro ofrecía algo distinto. Ataviado en una bata blanca se detenía junto a cada persona sentada a la orilla de la calle y ofrecía medirles la presión sanguínea.
“Yo vengo por mi propia cuenta a ofrecer un servicio”, asegura. “La gente no puede andar descuidando la salud, mucho menos en eventos como este”.
Su advertencia, aunque válida, pareció inútil cuando la noche cayó.
Entre la lluvia y el esperado inicio del festival, San José se empapó de emoción.