India es multisensorial. Los ojos se llenan de imágenes, de gigantescos templos y mausoleos. La seda y las pashminas afinan el tacto; los mantras despiertan el oído al amanecer; el curry se concentra en el paladar; el olfato se inunda de inciensos, flores, especias y mucha mierda de vaca.
Viajar a India, el sétimo país más grande del mundo, el segundo en población y uno de los más rápidos en crecimiento económico, es un golpe de emociones y contrastes. Desde el imponente y amoroso Taj Mahal, hasta la miseria, el hambre y la desnudez en las orillas del Ganges.
En Nueva Delhi aterrizamos de madrugada, en penumbras. A esas horas solo se distinguen figuras humanas, en fila india, camino a sus templos, a orar y ofrecer sus flores a Shivá, Brahma y Visnú. Dos horas después, un sol de 35 grados y el sonido constante y ensordecedor de las pitoretas nos impide seguir durmiendo.
Juan Fernando Cordero, embajador de Costa Rica en India nos invitó a cenar a su casa tras las primeras horas en aquella lejanía.
En una rica conversación sobre el riesgo de enchilarse con el pollo al curry y las ventajas digestivas del yogurt, su esposa Ana Mercedes Espinoza nos reventó la verdad en la cara: “En Costa Rica no hay pobres, aquí sí”.
Mi hermana Meche y yo no quisimos contradecirla, aunque en segundos pasaron por nuestras mentes los cañones del Virilla, Guararí, Los Cuadros...
Un día después llegamos a Varanasi, la ciudad santa y caótica. No hay urbanidad, los carros circulan por cualquier parte y la pitoreta advierte que alguien te va a rayar o necesita que te quités.
En una misma callejuela se mezclan autos, camiones, carretones, camellos, las sagradísimas vacas y los rickshaws: bicicletas con un asiento trasero para llevar turistas, a $3 la media hora.
Mientras la vaca golosea la basura que encontró en una bolsa plástica, una anciana a su lado enhebra cadenas de flores para la ceremonia nocturna en la que se bendicen las aguas del Ganges.
Allí reposan los restos de las vacas, las cenizas de millones de muertos y la cloaca de toda la ciudad. Ahí, al amanecer, un milenario ritual toma vida. Cientos de personas se bañan en sus oscuras aguas, en un acto de purificación hindú que se observa en silencio entre la incredulidad y el respeto.
A 540 kilómetros está Agra y su mausoleo de mármol y al oeste Jodpur, la ciudad azul, su ancestral mercado de especias y sus niños desnudos durmiendo en las aceras; no tienen casa, y si comen, quizá sea una verdura hervida en un tarro viejo de pintura. Sí, India es pobre, asombrosa, diversa y emergente.