“Yo me siento muy orgulloso de haber trabajado, de haberme expuesto al DDT y de haber sufrido las consecuencias porque lo hice para el bien de la patria y mis semejantes”, expresó Ramón Delgado, de 74 años, quien laboró como inspector en las campañas de fumigación de DDT.
Cuando tenía solo 20 años, Delgado escuchó que el país comenzaría su lucha contra la malaria y se inscribió en el programa.
Aquello sucedió hace décadas, pero aún recuerda las imágenes de sus compañeros cuando usaban los sacos de insecticida como almohadas y utilizaban sus cascos de trabajo, impregnados del químico, para tomar agua.
No había de qué preocuparse, era una sustancia totalmente inocua, les habían dicho.
Sin embargo, incluso antes de que se prohibiera el uso de DDT en otros países, ellos ya detectaban la potencia del químico.
“Entraban los escuadrones a fumigar las casas de los campesinos, y al día siguiente amanecían muertos el perro, el gato, los pájaros, las gallinas... Los campesinos nos tomaron odio por eso”, dijo.
Muchos años después, Delgado y sus compañeros empezaron a enterarse del peligro del DDT.
En su opinión, la exposición al químico generó a los fumigadores incontables problemas de salud, como alergias en la piel (en el caso de Delgado), cáncer, derrames cerebrales y problemas nerviosos.
Aunque no se arrepiente de haber ayudado, Delgado pide que el Gobierno les dé un reconocimiento por el servicio prestado.
“Nuestro gremio considera que todos estamos afectados de una u otra manera por el daño que causó el DDT”, explicó Delgado.
“Lo justo sería una pensión y una indemnización. De esto ya se habla, pero las cosas tardan mucho. Al menos un 50% de los compañeros ya no están, y los pocos que quedamos estamos propensos a irnos sin ninguna retribución. Ya es tarde”, concluyó Delgado.