Como si fuera la época medieval de sirvientes y amos, la nicaragüense Berta Jarquín encarnó explotación y discriminación en un residencial de Escazú.
Ella venía de una humilde casita de Jinotega, Ciudad de las Brumas, en Nicaragua, y su primer trabajo lo consiguió en aquella lujosa morada escazuceña.
“Dormía ahí. Me levantaba todos los días a las 5:30 a. m. y a las 10:30 p.m. todavía seguía en pie y trabajando en la cocina”, expresó Jarquín, quien laboró para esa familia de seis personas durante un mes y una semana del 2003.
En esa casa le pagaban un salario mensual de ¢75.000 por aplanchar, lavar, cocinar, atender a las visitas, limpiar gradas, bañar a dos perros y hacer de jardinera.
“A uno lo buscan para explotarlo. En un mes perdí 32 libras de tanto que tenía que hacer; hasta los pies me sangraban. No sabía nada de mis hijos porque los patrones no me pasaban llamadas y me robaron una libretita donde tenía los números de teléfono”, relató.
De acuerdo con la investigadora de la organización Cefémina, Ana Carcedo, hay patronos que creen que tienen el dominio de la vida de las mujeres que les ayudan en sus hogares.
La activista Carcedo señala que cuando la trabajadora labora para una familia, todo apunta a quedar silenciado entre las paredes de esa casa por miedo a denunciar y perder el ingreso.
“Me preguntaban que con quién me relacionaba. Me decían que no saliera en los días libres y ya, a lo último, me querían quitar mi pasaporte. Eso fue la gota que derramó el vaso”, dijo Jarquín.
Tras la amenaza de perder su pasaporte, la trabajadora le dijo a su jefa que regresaría a Nicaragua. Allá todo estaba peor.
“Un día de mayo en la noche, me llamaron diciéndome que uno de mis hijos tenía deseos de tirarse a un pozo. Él sufría de maltrato de los compañeros del colegio y cuando usted escucha eso, hace todo lo que sea necesario para reunir la plata e ir a traérselo. Así fue”, recordó .