Washington . Tras sufrir, durante años, el bloqueo persistente del Partido Republicano, el presidente Barack Obama esgrime ahora el derecho a dinamitar las iniciativas de sus oponentes.
El demócrata Obama paralizó el martes, con el veto que le otorga la Constitución, una ley adoptada por la nueva mayoría republicana en el Congreso. La ley autorizaba la construcción de un oleoducto de 1.900 km entre Canadá y el golfo de México.
Las normativas requieren, para entrar en vigor, la firma del presidente. Cuando este desaprueba una ley, puede devolverla al Congreso sin firmar. Para invalidar el veto, el Congreso necesita dos tercios de votos en el Senado y la Cámara de Representantes.
El veto al oleoducto Keystone XL es el tercero de Obama desde que llegó a la Casa Blanca en 2009. No lo había necesitado más. Al estar cada cámara en manos de un partido distinto, eran los propios legisladores demócratas quienes frenaban las leyes republicanas y evitaban que llegasen a su mesa.
Todo cambió tras las legislativas de noviembre, que dieron una mayoría en ambas cámaras a la oposición republicana. Ahora sí pueden aprobar sus leyes.
Por primera vez, Obama se encuentra en la tesitura de firmarlas o rechazarlas. Esto es lo que pasó con la ley que autoriza el oleoducto de la empresa TransCanada. No será la última.
Con el Congreso en manos del Partido Republicano, el veto resucita como arma en la política de Estados Unidos. Es la manera que Obama tiene, primero, de afirmar su autoridad y, segundo, de preservar su legado, que la derecha intentará desmontar.
Vetocracia. Francis Fukuyama, politólogo célebre por haber decretado el fin de la historia en 1989, define a Estados Unidos del siglo XXI como una vetocracia.
La tensión de los poderes refleja, más que una división de poderes, una atomización; más que el juego de equilibrios que concibieron los padres fundadores, una pugna por anularse mutuamente que desemboca en la parálisis.
En su último libro, Orden político y decadencia política , Fukuyama analiza los sistemas políticos en función de los actores con capacidad de veto. En una dictadura solo hay uno: el dictador.
Cuanto más democrático y plural el sistema, en teoría, más actores con derecho de veto. El lío es cuando hay demasiados actores con derecho de veto. Así ocurre en EE. UU., según Fukuyama, una democracia que “se ha desequilibrado y, en algunos ámbitos, ha adquirido demasiados contrapoderes y equilibrios, lo que eleva el coste de la acción colectiva y, a veces, la hace imposible”.
Ni Obama ha inventado la vetocracia ni sus vetos en el tramo final de su mandato son la razón de un bloqueo que empezó en 2011, cuando los republicanos conquistaron la Cámara de Representantes... o antes.
Desde 1789, cuando se fundó el Gobierno federal, 37 de los 44 presidentes han ejercido la autoridad del veto, y lo han hecho 2.564 veces, según establece un recuento del Servicio de Investigación del Congreso.
La pelea, en el caso de Keystone, no es solo por los beneficios o inconvenientes del oleoducto: sus partidarios defienden que creará decenas de miles de empleos, sus detractores señalan los daños ecológicos.
El pulso actual es por las competencias: los republicanos quieren que sea el Congreso el que decida si el proyecto se construye; el presidente sostiene que la decisión recae en el Poder Ejecutivo y se reserva el derecho a autorizarla por su cuenta.
El resultado es el mismo de los últimos años: división en Washington y bloqueo legislativo. Este es el tono de los dos últimos años de esta presidencia.
La novedad es que ya no es Obama la víctima única del veto; ahora es el Partido Republicano. Descubre, como Obama hace años, que ganar elecciones no basta para gobernar; que, en la vetocracia, es más fácil destruir las iniciativas del contrario que imponer las propias.