Caracas. AP No sabían qué había hecho, pero vieron que el hombre se echó a correr y eso fue suficiente. Decenas de personas reunidas frente a un supermercado patearon y golpearon a Roberto Bernal hasta dejarlo ensangrentado y aturdido.
A ellos les habían robado teléfonos celulares, billeteras y motocicletas en los últimos años y pensaron que Bernal tenía cara de delincuente.
Un hombre encorvado, de pelo canoso, que venía detrás de ellos, dijo que Bernal lo había asaltado.
La turba vació los bolsillos de Bernal y le entregó al anciano un fajo de billetes: el equivalente a cinco dólares. Alguien roció la cabeza y el pecho de Bernal con gasolina y le prendió fuego. Después todos vieron cómo se quemaba vivo.
Pueblo sin ley. “Era para darle una lección”, dijo Eduardo Mijares, de 29 años. “Estamos cansados ya de que la gente esté robando; no se puede salir a la calle por la inseguridad. La Policía nunca está. Esto es un pueblo sin ley”.
Los incidentes en que la gente hace justicia por mano propia cuando hay un robo, hoy son moneda corriente en este país de 30 millones de habitantes, con altos índices de delincuencia, que alguna vez fue uno de los más ricos y seguros del continente.
Todas las semanas, la prensa informa de alguna golpiza por parte de una turba. Un fiscal inició 74 investigaciones de matanzas perpetradas por turbas en los cuatro primeros meses del año, comparado con solo dos del año pasado. Y la mayor parte del país apoya estas actitudes, según una encuesta del Observatorio Venezolano de la Violencia, una organización independiente.
Los ataques por parte de turbas revelan lo bajo que ha caído Venezuela, donde hay cortes diarios de luz, y la escasez de alimentos hace que se formen filas de varias cuadras en los supermercados. La abrupta caída de los precios del petróleo sacó a la luz un deficiente manejo de la economía e hizo que se desmoronara el tejido social de la nación.
El país tiene hoy una de las tasas de homicidios más altas del mundo y es difícil encontrar una persona que no haya sido asaltada. La muerte de Bernal no acaparó titulares, ni generó reacciones de los políticos.
Catarsis colectiva. “La vida aquí es dramática. Siempre estás estresado, asustado, y los linchamientos ofrecen una catarsis colectiva”, dijo Roberto Briceño León, director del Observatorio de la Violencia. “No puedes hacer nada sobre las colas o la inflación, pero, por un momento, la turba siente que hace la diferencia”.
El hombre que murió quemado estaba sin trabajo y le costaba alimentar a su familia. Quería irse a Panamá para usar su formación de chef. El día de la tragedia, Bernal le dijo a su esposa que iba a un restaurante, donde había conseguido trabajo.
Hombre tranquilo, musculoso, que estuvo en el Ejército, pasó los últimos días de su vida en la cocina de su hermana, preparando guisados para las Pascuas y parchitas acarameladas. Disfrutaba en silencio cuando ganaba al dominó.
Un hombre setentón pasó a su lado. Llevaba un fajo de billetes por valor de cinco dólares en una gorra de béisbol, que luego guardó en su saco.
Era bastante dinero para alguien en la situación de Bernal. Hubiera podido comprar alimentos por una semana para su familia. O un mantel de plástico para la mesa de la casa. O un uniforme escolar para su hija, a quien las otras niñas molestaban en la escuela.
Bernal tomó el dinero y salió corriendo hacia una parada de taxis donde había decenas de motocicletas estacionadas, según contó luego el anciano a los investigadores. El hombre salió tras suyo gritándole “¡ladrón!”.
Varios motociclistas sentados en un muro bajo, frente a un supermercado y que jugaban con sus teléfonos y tomaban café en vasos de plástico, vieron que los hombres se les acercaban.
Cuando comenzó la golpiza, un vendedor de golosinas y otro de choripán dejaron sus puestos, temerosos de lo que se venía. Otros se quedaron a ver y a alentar a la turba.
A alguien se le ocurrió sacar gasolina del tanque de una moto y colocarla en una botella. A medida que el aire comenzaba a oler a carne humana, el griterío cesó. Algunos curiosos filmaron con teléfonos a Bernal, que trataba de levantarse mientras surgían llamas de su cabeza.
Probablemente habría muerto allí mismo de no haber sido por Alejandro Delgado, un joven pastor, que conduce mototaxis. Este llegó al lugar y, horrorizado, se sacó su chaqueta negra y comenzó a combatir las llamas.
“Son mis compañeros de trabajo. No pensaba que eran capaces de hacer algo así; algo que yo considero diabólico”, comentaría luego Delgado. “Se cegaron por la ira. Podía escuchar la piel ardiendo como fritura. Yo lo apagué y hasta me lanzaron botellas”.
Bernal fue montado en una ambulancia que buscó un hospital con suficiente material médico para hacer frente a las quemaduras. Los videos del incidente circularon por las redes sociales y generaron lacónicas condenas.
Cuando sonó el teléfono, la esposa de Bernal pensó que su marido se había quemado en el trabajo. Al llegar al hospital, se acercó a su cuerpo chamuscado y le preguntó “¿eres Roberto?”.
Bernal fue llevado al hospital y murió dos días después. Antes, le dijo a su esposa Argelia que lo habían confundido con el verdadero ladrón.
Cuando suceden estos incidentes, la policía se maneja como un empleado de un bar en el que se produce una pelea. A veces intervienen para separarlos, pero no pierden demasiado tiempo averiguando quién empezó.
La policía dice que ha intervenido en nueve casos de este tipo en la misma zona en los primeros tres meses del año, comparado con los 18 casos que hubo en todo 2015.
A nivel nacional, la policía hacía 118 arrestos por cada 100 asesinatos, según el Observatorio de la Violencia. Ahora hacen ocho. Rara vez se investigan los robos, al punto de que las víctimas ya ni se molestan en hacer las denuncias, según informes del gobierno.
La familia de Bernal quería que su caso fuese distinto. Comenzó a ir a la oficina de la fiscalía, e incluso llevó artículos alusivos a San Antonio, el patrón de los pobres en Venezuela. Esperaban que su presencia avergonzase a las autoridades y las impulsasen a buscar a los culpables de la matanza del cuatro de abril.
Para su sorpresa, lo hicieron.
“Tenemos que fijar prioridades”, dijo el fiscal Regino Cova. “Cuando una familia viene todos los días a pedir justicia, eso tiene importancia”.
Un mes después de la muerte de Bernal, Cova acusó a Maickol Jaimez, de 23 años, que dejó sus estudios de derecho, de rociar a Bernal con gasolina. Le aseguró a la familia que los otros individuos que aparecen en los videos no quedarán impunes. Sostuvo que, abrumados por una tasa de asesinatos digna de una zona de guerra, los fiscales no pueden ir detrás de individuos que pegan algunas patadas.
Jaimez vivía en la misma barriada que Bernal y trabajaba vigilando las motocicletas de los clientes del supermercado, una de las numerosas ocupaciones que han proliferado en medio de tanta violencia.
Al igual que Bernal, nunca había tenido problemas con la policía. Pero compañeros de trabajo dijeron que últimamente se lo veía molesto porque desconocidos se habían robado algunos cascos y baterías de las motos y él había tenido que pagar por ellas.
Les dijo a los fiscales que nunca podrán condenarlo porque no hay imágenes claras de su rostro en los videos. Y podría tener razón. El año pasado el estado imputó a 268.000 personas de delitos que van de robo a asesinato, el triple del año previo, y solo 27.000 fueron sentenciados.
El cartel del servicio de taxi, en la acera donde murió Bernal, todavía tiene manchas de sangre. La gente de la zona dice que no las van a limpiar. Es su trofeo de la vez en que se le plantaron firme a una delincuencia que ha sembrado miedo y ha estresado a los habitantes de Caracas.
“La gente intenta echarnos la culpa a nosotros los motorizados”, dijo Francisco Agro, chofer de taxi de 29 años que participó en la golpiza. “La justicia, la policía en Venezuela no sirve. No es justo pero nos tocó proteger un señor de la tercera edad de un ladrón”.
La esposa y los hijos de Bernal han estado durmiendo amontonados desde el asesinato, temerosos de que vengan por ellos también. Su hijo de 11 años dejó de ir a la escuela y pasa cada vez más tiempo con los jóvenes que ocupan los callejones del barrio, con los brazos llenos de tatuajes temporales.
La familia no cree que Bernal haya robado a nadie, pero coinciden con quienes los mataron en que en Venezuela no hay justicia.
“Todo el mundo tiene que estar asustado”, dijo su sobrino Alfredo Cisneros. “La gente tiene que saber que ya no hay ley. Nadie está a salvo”.