Rosario. Franco Járiton se despertó al borde del abismo en el sétimo piso tras ser brutalmente despedido de su cama. Las paredes medianeras de su departamento desaparecieron con la tremenda detonación. No había nada: solo cielo, humo, confusión y mucha locura.
“¡Norma, Norma!”. Todavía atontado por la explosión salió a buscar a su vecina. A pocos metros logró encontrarla atrapada en los restos de lo que era el techo del departamento. Pudo sacarla de allí con vida, una suerte que no tuvieron otros.
“No me quería asomar mucho, pero veía gente pidiendo ayuda. Estaba en calzoncillos. Fui sacando lo que podía. Perdí todo y ahora no me queda nada”, relató Járiton, estudiante de Ingeniería, de 33 años, quien estuvo tres horas aguardando a los rescatistas hasta que decidió bajar por la escalera al encuentro de su madre y de su novia, que lo esperaban en la calle.
A las 9:45 del martes, una parte de la ciudad de Rosario se transformó en la postal de una zona de guerra. Beirut, el atentado a la AMIA o a la Embajada de Israel fueron las primeras analogías que aparecieron entre los testigos que observaban desde la calle el panorama desolador de las llamas que emergían de la planta baja del edificio ubicado en la calle Salta 2141.
El frente de la torre de 10 pisos, compuesta por tres cuerpos en forma de L, parecía un esqueleto de hormigón humeante. Algo difícil de imaginar fuera de una sala de cine. “Por un instante, pasó por mi mente que podría haber sido un atentado. Me impresionó ver a la gente corriendo. Me recordó a la AMIA”, decía Silvia Emogetta, que vive a doce cuadras del siniestro.
“Sentí una explosión terrible, dejé el auto a unas cuadras y fui corriendo a ver qué había pasado. Cuando llegué había unas llamas terribles, no te quiero mentir, pero llegaban hasta el segundo piso”, relató un joven, uno de los primeros en llegar al lugar.
“Empezamos a buscar sobrevivientes hasta que descubrimos que había una pareja, abajo, y el chico que gritaba desesperado: ‘Se me muere, se me muere’”, describió el rescatista voluntario. “Lo único que vi es que tenía los ojos abiertos, le sangraban los oídos, la nariz y la llevé a buscar una ambulancia. La cargué hasta que no di más y me ayudó un compañero. El novio estaba a los gritos, en absoluto estado de shock por la desesperación de ver a la otra persona en estado desesperante”, relató.
La violencia de la explosión. Evangelina, otra vecina, contó que luego del estallido, su cocina apareció en el balcón. “Estaba en el baño en el momento de la explosión y se me cayó todo el techo encima”, narró, desesperada.
Las imágenes del horror brotaban hasta de las baldosas cubiertas de vidrios. Y de cada uno de los que todavía, de noche, permanecían en el bulevar Oroño y Salta, detrás del vallado policial, en espera de noticias de los desaparecidos.
“No te quiero joder, pero entendeme, acá atrás no te enterás de nada”, le decía un muchacho de traje acompañado por toda su familia al gendarme que cortaba el paso. La que parecía ser su madre lloraba. A ellos, víctimas de lo inexplicable, los desesperaba no poder pasar a ver en qué condiciones había quedado su departamento . La respuesta de los gendarmes era que por el momento era imposible pasar porque estaban tratando de apuntalar el edificio.
La angustia de la gente se complementaba con las ambulancias, patrulleros, camiones de bomberos y voluntarios que se movían de acá para allá repartiendo provisiones. Detrás de las cintas de peligro, decenas de curiosos y vecinos trataban de enterarse de las últimas novedades. Sobre las veredas, desperdigados por el pavimento, aún se podían observar restos de escombros y vidrios que habían volado cientos de metros por efecto de la onda expansiva.
Incluso, sobre la copa de un árbol quedó enganchado un marco de ventana, y en las veredas, sábanas y ropa tirada. Varios edificios tuvieron que improvisar custodias nocturnas o al menos contar con la presencia de un gendarme porque ya no había más entrada: los paneles de vidrio habían volado y cualquier extraño podía acceder.
Sobre el bulevar, casi en la esquina de Jujuy, a unos 150 metros del epicentro del siniestro, se levantó una carpa blanca: el punto de información. Allí llegaban desesperados quienes buscaban a sus familiares. Un joven rastreaba a su amigo, Maximiliano, que vivía en el edificio más afectado. “Tenía que entrar a trabajar a las 9:30, es presentador médico. No atiende el celular. Nadie sabe nada”, repetía.
Frente a la carpa, Raúl recordaba cuando, esa misma mañana, a las 9:05, el bus 133 no lo quiso esperar pese a las señas que le hizo llegando a la parada. Por perder ese colectivo llegó más tarde a su comercio de joyería, cuando la explosión ya había sucedido. “La joyería está justo enfrente del edificio. Era un desastre. Me costó llegar hasta ahí por los escombros que había y ni siquiera pude abrir la puerta porque estaba bloqueada”, contó.
Desolación, muerte y el vacío de lo inexplicable. Todo concentrado en ese rincón de Rosario.